Hacer puentes, sin embargo, es una práctica situada. Como filósofa, estoy situada: soy hija de una práctica responsable de muchas divisiones, pero que también puede ser entendida como un modo bastante particular de hacer puentes. Para el matemático y filósofo Alfred North Whitehead, toda la filosofía occidental puede ser entendida como un conjunto de páginas de notas al pie que hacen referencias a los textos de Platón. Tal vez me volví filósofa porque escribir esas notas al pie implica sentir el texto como una fuerza animada que invita a la participación, me hace señas y sugiere la escritura de otra nota al pie, capaz de establecer un puente hacia el pasado, un puente que le dará a las ideas del pasado el poder de afectar el presente.
No obstante, lo que busco no es tomar provecho de la posibilidad de que la filosofía sea una forma de animismo textual; no se trata de utilizarla para deslocalizarme, de manera que me sienta autorizada a hablar respecto del animismo. La verdad, en lo que concierne a lo que llamamos animismo, el pasado a ser considerado es primordialmente aquel en el cual los conceptos filosóficos servían para justificar la colonización y la división por medio de la cual algunos se sentían libres para estudiar y categorizar a otros- una división que todavía persiste.
Así, a diferencia de David Abram, cuya experiencia le permite transformar los modos animistas de experiencia, conciencia y conocimiento en una poderosa herramienta de formación de puentes, debo asumir, como una forma de restricción productiva, que no me siento libre de hablar y especular para situar a “otros”. Por el contrario, debo reconocer de hecho que mi práctica y mi tradición me sitúan en un determinado lado de la división, el lado que caracteriza a los “otros” como animistas. “Nosotros”, de nuestro lado, presumimos ser los que aceptan la difícil verdad de que estamos solos en un mundo mudo, ciego, que sin embargo, puede ser conocido – un mundo del cual tendríamos la tarea de apropiarnos.
Especialmente, no me olvidaré de que el lado de la división en que me encuentro continua marcado no sólo por esa narrativa épica, si no que también, y de forma aún más crucial, por su correlato moral: “no retrocederás”. Se trata de un imperativo moral que confiere otro significado a mi decisión de estar del lado al cual pertenezco. De hecho, hay un trabajo considerable para hacer de este lado. Podemos realizarlo confrontándonos con el imperativo moral que nos moviliza, ya que él produce un miedo nebuloso de ser acusados de retrógrados si damos la mínima señal de estar traicionando la “dura” verdad al dejarnos llevar por creencias “blandas” e ilusorias.
En cuanto a esa verdad “dura”, los filósofos no estamos, de ninguna manera, en la primera línea donde se expone. Cuando los argumentos contradictorios de los científicos resuenan, somos apenas unos espectadores. Los neurocientíficos pueden libremente llamar aquello que nos enorgullecía – la libertad y la racionalidad- meras creencias.
Antropólogos como Philippe Descola pueden libremente afirmar que nuestro “naturalismo” es solo uno de los cuatro esquemas que organizan el mundo humano y no humano (siendo el animismo otro de esos esquemas). Como filósofos, ciertamente podemos preguntarnos si la explicación neuronal es un caso de “naturalismo”, o si nuestros esquemas de organización pueden ser explicados con base en las redes neuronales. Pero lo que sabemos es que quien no es un científico autorizado no puede intervenir en estas cuestiones, así como un mero mortal no tendría como intervenir en las disputas de los dioses olímpicos. Ni los filósofos ni los teólogos tienen voz en ese ámbito, aunque unos sean descendientes de la razón griega y otros sean herederos del credo monoteísta. Esto porque ni siquiera hablamos de las ancianas que juran que sus gatos las entienden.
Los científicos pueden estar en desacuerdo con el modo en que [los filósofos] estamos equivocados, pero ellos están de acuerdo en que estamos equivocados. La narrativa épica que esta en juego no se refiere a la “ascensión del hombre” si no que a la ascensión del científico. ¿Cómo evitar entonces que la cuestión del animismo, si se toma en serio, se enmarque de manera que verifique el derecho de la ciencia a definirlo como un objeto de conocimiento?
Siento que el trabajo que hay que hacer del lado de la división en que me sitúo puede ser caracterizado en términos de lo que el etnólogo Eduardo Viveiros de Castro llamó «descolonización del pensamiento» – el intento de resistir a un poder colonizador que comienza con la definición de la anciana con el gato en términos de una creencia que puede ser tolerada pero nunca tomada en serio.
Sin embargo, yo no identificaría este poder colonizador con el trabajo activo de los científicos. El sentimiento de que es posible y necesario resistir también se debe a mi interés en lo que yo llamaría logros científicos, y mi correlativo disgusto por la manera en que dichos logros se han traducido en la gran narrativa épica que presenta “a la ciencia desencantando al mundo».
La Ciencia, cuando se toma en singular y con una gran “C”, puede ser descrita como una conquista generalizada empeñada en traducir todo lo que existe como conocimiento racional y objetivo. En nombre de la Ciencia, se ha enjuiciado la vida de otros pueblos, y ese enjuiciamiento también ha devastado nuestras relaciones con nosotros mismos, ya sea que seamos filósofos, teólogos o ancianas con gatos.
Los logros científicos, por otro lado, requieren pensarse en términos de una «aventura de las ciencias» (en plural y con una pequeña c). La distinción entre dicha aventura y la Ciencia como una conquista generalizada es ciertamente difícil de hacer si consideramos lo que se hace en nombre de la ciencia hoy en día. Sin embargo, es importante hacerlo porque permite una nueva perspectiva: lo que se denomina Ciencia, o la idea de una racionalidad científica hegemónica, puede entenderse en sí misma como un producto de un proceso de colonización.
De ese lado de la división, sería posible permanecer fiel a una aventura muy particular, y a la vez traicionar las duras demandas de una épica. Para pensar las ciencias como una aventura, es crucial enfatizar la diferencia radical entre la conquista científica de “una visión del mundo” y el carácter muy especial y exigente de lo que yo llamaría «logros» científicos. En las ciencias experimentales, esos logros son la condición de lo que, después de verificadas, son celebradas como definiciones objetivas. Un logro experimental se puede caracterizar como la creación de una situación que permite que las preguntas científicas se pongan en riesgo, haciendo la diferencia entre las preguntas relevantes y las impuestas unilateralmente.
Lo que es llamado objetividad por los científicos experimentales depende, por lo tanto, de un arte creativo muy particular y muy selectivo, porque significa que lo que se aborda debe ser debidamente admitido como un «socio» en una relación muy inusual y enredada. De hecho, el rol de este socio no es solo responder preguntas, sino también y principalmente, responderlas de una manera que ponga a prueba la relevancia de la pregunta en sí. Correlativamente, las respuestas que se derivan de tales logros nunca deben separarnos de nada, porque ellas siempre coinciden con la creación de nuevas preguntas, no con nuevas respuestas dotadas de autoridad para atender las preguntas que nos importan.
Sólo podemos imaginar la aventura de las ciencias que hubieran aceptado tales afirmaciones como obvias, esto es, que ella hubiera aceptado el desafío muy específico de abordar lo que trata solo si la situación garantiza que está habilitada para «tomar una posición» sobre la forma en que se aborda. Sin embargo, lo que no deberíamos imaginar es que la ciencia podría haber verificado el animismo.
Podríamos pensar que el término “animismo” no existe. Que sólo una «creencia» puede recibir un nombre que abarque tanto. Si se reconoce la especificidad aventurera de las prácticas científicas, nadie soñaría con dirigirse a los demás en términos de las «creencias» que tendrían sobre una «realidad» a la que los científicos acceden de modo privilegiado. En lugar de la figura jerárquica de un árbol, con la Ciencia como su tronco, lo que llamamos progreso tal vez habría tenido el encanto de lo que Gilles Deleuze y Félix Guattari llamaron rizoma, conectando prácticas heterogéneas, preocupaciones y formas de dar significado a los habitantes de esta tierra, sin que ninguno de ellos fuese privilegiado y cualquiera fuera capaz de conectarse con otro.
Se podría objetar llamando a esto una figura de anarquía. Sí – pero es una anarquía ecológica, porque si bien las conexiones pueden producirse entre cualquier parte de un rizoma, también deben producirse. Son eventos, vínculos – como la simbiosis. Ellos son lo que es y seguirá siendo heterogéneo.
Con el fin de resistir la poderosa imagen de un progreso arborescente, con la ciencia como su tronco, abordaré otra idea de Gilles Deleuze, la de nuestra necesidad de «pensar por el medio», es decir, sin referencia a un objetivo ideal, y nunca separando aquello que se piensa, del “medio” que requiere para existir. Para pensar entonces en términos de “medios” científicos y lo que esto demanda, está claro que no habra acuerdo absoluto con lo que esos términos demandan. En particular, no todo puede aceptar el rol asociado con la creación científica, el rol de poner a prueba la forma en que es representado.
Una vez ofrecí el ejemplo de la Virgen María – no la figura teológica sino la que intercede y a quien se dirigen los peregrinos. Es erróneo pensar que la Virgen María podría dar a conocer su existencia independientemente de la fe y la confianza de los peregrinos; pedirle eso en una situación comprometida con la pregunta de su representación sería algo de mal gusto. Más bien, si aceptamos que el objetivo de una peregrinación es la experiencia transformadora del peregrino, no debemos exigir que la Virgen María «demuestre» su existencia para demostrar que no es simplemente una «ficción». No debemos, en otras palabras, movilizar las categorías de superstición, creencia o eficacia simbólica para intentar explicar lo que los peregrinos afirman experimentar. En cambio, debemos concluir que la Virgen María requiere un en medio [1] que no responde a las demandas científicas.
Sin embargo, los peregrinos y la Virgen son ejemplos débiles de fenómenos rizomáticos porque han sido capturados por la dicotomía de las causas «naturales» y «sobrenaturales». Dentro de tal dicotomía, uno preguntaría: ¿A qué responderían las sanaciones que ocurren en Lourdes y otros sitios milagrosos – a una intervención milagrosa o a algún tipo de «efecto placebo mejorado»?
Esta pregunta autoriza situaciones desagradables, donde antes de anunciar un milagro, la jerarquía de la iglesia espera el veredicto de los médicos habilitados para decidir si una sanación puede explicarse en términos de «causas naturales», como un efecto placebo. Esto se basa en una definición desastrosa de lo «natural», es decir, lo que la Ciencia explicará finalmente. «Sobrenatural» sería, entonces- tan desastrosamente- lo que desafía tales explicaciones. En otras palabras, el en medio aquí se opone a cualquier conexión rizomática, encasillando el caso en términos de creencia- aquellos que creen en la «naturaleza», como el dominio de la Ciencia, explican los efectos que alimentan la superstición, y aquellos que aceptan esta creencia pero agregan otra: una creencia en un poder que trasciende la naturaleza.
El caso del magnetismo, casi olvidado, ofrece un contraste interesante aquí. En el siglo XIX, el magnetismo provocó un interés apasionado que desdibujó la frontera entre lo natural y lo sobrenatural. La naturaleza se tornó misteriosa y lo sobrenatural pasó a ser poblado por mensajeros que traían noticias de otras partes a los médiums en un trance magnético – una situación muy desordenada que, como era de esperar, invitó a la hostilidad de las instituciones científicas y de la iglesia.
Incluso se ha propuesto que el psicoanálisis no era la «plaga» subversiva de la que se jactaba Freud, sino más bien una restauración del orden, ya que ayudaba a explicar las curas misteriosas, la «lucidez” magnética y otras manifestaciones demoníacas consideradas como puramente humanas. En nombre de la Ciencia se descifraba una nueva causa universal. El inconsciente freudiano era de hecho «científico» en el sentido de que autorizaba denigrar a aquellos que se maravillaban y fantaseaban, y exaltaba la triste y dura verdad detrás de la ilusión de las apariencias. Esto verificó la gran epopeya que el mismo Freud popularizó: él seguía a Copérnico y Darwin, infligiendo una herida final en lo que él llamó nuestras «creencias» narcisistas.
El poeta surrealista André Breton intentó una operación distinta, cuando señaló que el magnetismo debería ser quitado de las manos de científicos y médicos, ya que ellos lo mutilaban a través de verificaciones polémicas dominadas por la sospecha de charlatanería, autoengaño o fraude deliberado. Para Breton, el punto no era verificar lo que veían los clarividentes magnetizados, o entender las sanaciones enigmáticas, sino cultivar trances lúcidos (automatismo) en un en medio del arte, con el objetivo final de escapar de las ataduras de la percepción normal. El en medio del arte exploraría los medios para «recuperar nuestra fuerza psíquica».
Es interesante que Breton propusiera que el en medio del arte podría haber apoyado y sostenido los efectos inquietantes asociados con el magnetismo. Este en medio tal vez hubiera podido producir su propio conocimiento práctico de trances – un conocimiento relacionado únicamente con los efectos de los trances, indiferente a si las causas eran «naturales» o «sobrenaturales». Sin embargo, la proposición de Breton fue más apropiadora y menos práctica, marcada por el típico triunfalismo modernista. Para él, el arte era supremo, no una técnica entre otras técnicas, sino la manifestación final de lo «surreal», purificada de creencias supersticiosas – como el animismo.
Por lo tanto, él no consideraba hacer conexiones rizomáticas con otras prácticas que también exploran una relación metamórfica con el mundo (en lugar de una representación). Breton no rompió con la perspectiva que aún domina tantos encuentros «interdisciplinarios», donde la «subjetividad» del punto de vista del artista se contrasta con la «objetividad» de la Ciencia. Es como si se pudiera producir un contraste entre dos carteles en un paisaje devastado, cada uno llevando una de esas palabras dominantes y subyugadoras- cada uno de ellos por lo tanto vacío. Esos carteles aparentemente opuestos están de acuerdo en una cosa crucial: no debemos traicionar el imperativo moral que nos lleva a pisotear lo que parece ser una cuna que podemos dejar, que tenemos el deber imperioso de dejar.
Finalmente aquí resulta crucial plantear como una pregunta activa y transformadora antes que reflexiva: ¿quienes somos ese nosotros ? Es una pregunta cuya eficacia yo asociaré con otra operación más, la de «reactivar». Una vez más, será una pregunta para pensar por el en medio, pero esta vez un en medio que es peligroso e insalubre, uno que nos incita a sentir que tenemos la gran responsabilidad de determinar qué está autorizado para «realmente» existir y qué no. Es un en medio que, como consecuencia, está regido por el poder de la crítica sentenciosa.
Los científicos están infectados, esta claro, al igual que todos aquellos que aceptan su autoridad [de los científicos] para decidir qué existe objetivamente. Pero también podrían estar infectados aquellos que afirman ser animistas, si ellos afirman que las rocas «realmente» tienen almas o intenciones, como los humanos. Es este «realmente» lo que importa aquí, un énfasis que marca el polémico poder asociado con la verdad. Volviendo por un momento a la clasificación del antropólogo Philippe Descola, supongo que aquellos que están clasificados como animistas no tienen una palabra para «realmente», para insistir que ellos tienen razón y los otros son víctimas de ilusiones.
La reactivación comienza cuando reconocemos el poder infeccioso de este en medio, un poder que no se derrota en lo más mínimo cuando se afirma la triste relatividad de toda verdad. Muy por el contrario, de hecho, ya que el triste-porque monótono- estribillo del relativista es que nuestras verdades no tienen «realmente» la autoridad que proclaman.
Reactivar significa recuperar aquello de lo que fuimos separados, pero no en el sentido de que podamos simplemente traerlo de vuelta. Recuperar significa recuperarse de la separación misma, regenerando lo que esta separación ha envenenado. La necesidad de luchar y la necesidad de sanar, para evitar parecernos a aquellos contra los que tenemos que luchar, están irreductiblemente ligadas. Se debe reactivar un en medio envenenado, al igual que muchas de nuestras palabras, aquellas que- como el «animismo» y la «magia»- implican el poder de hacernos rehenes: ¿tu “realmente” crees en eso …?
Yo recibí esta palabra «reactivar» (reclaiming) [2] como un regalo de las brujas neopaganas contemporáneas y otros activistas estadounidenses. También recibí el impactante grito de la neopagana Starhawk: «El humo de las brujas quemadas aún ronda nuestras narices». Ciertamente, los cazadores de brujas ya no están entre nosotros, y ya no nos tomamos en serio la acusación de adoración al diablo que era dirigida a las brujas. Más bien, nuestro medio está definido por ese orgullo moderno de poder interpretar tanto la brujería como la caza de brujas en términos de conceptos y creencias sociales, lingüísticas, culturales o políticas. Sin embargo, lo que este orgullo ignora es que somos los herederos de una operación de erradicación cultural y social- precursora de lo que se realizó en otras partes en nombre de la civilización y la razón. Cualquier cosa que clasifique la memoria de tales operaciones como sin importancia o irrelevante solo contribuye al éxito de esas operaciones.
En este sentido, el orgullo por nuestro poder crítico de «saber más» tanto de las brujas como de los cazadores de brujas nos convierte en herederos de la caza de brujas. El punto es obviamente no sentirse culpable. Es más bien abrirnos a lo que William James, en su «La voluntad de creer» llamó una genuina y efectiva opción, complicando la pregunta por el «nosotros», exigiendo que nos situemos. Y aquí entra la verdadera eficacia del grito de Starhawk. Reactivar el pasado no es resucitarlo tal como era, soñando con hacer que una «verdadera», «auténtica» tradición cobre vida. Más bien, es una cuestión de estar reactivándola, y antes que nada, de oler el humo en nuestra nariz- el humo que olí, por ejemplo, cuando enfaticé apresuradamente que, no, yo no «creo» que se pueda resucitar el pasado.
Aprender a oler el humo es reconocer que hemos aprendido los códigos de nuestros respectivos medios: comentarios burlones, sonrisas sabiondas, juicios imprevistos, a menudo acerca de alguien más, pero dotados con el poder de penetrar e infectar- para moldearnos como quienes se burlan y no como los que son burlados.
Sin embargo, podemos tratar de entender todo acerca de cómo el pasado nos ha moldeado, pero comprenderlo no es reactivarlo porque no se está recuperando. De hecho, esta es la pregunta angustiosa de David Abram, una pregunta que no podemos evitar simplemente invocando el capitalismo o la avaricia humana: ¿Cómo puede una cultura tan educada como la nuestra ser tan inconsciente, tan imprudente, en sus relaciones con la Tierra animada? Abram escribe que fue tocado por una respuesta a esta pregunta cuando estaba en una librería donde se reunían todas las tradiciones sagradas y los recursos de la sabiduría moral del presente y del pasado:
¡No es de extrañar! No es de extrañar que nuestras sofisticadas civilizaciones, llenas del conocimiento acumulado de tantas tradiciones, continúen aplanando y desmembrando cada parte de la tierra que respira … Porque hemos pasado la pagina de todas estas sabidurías, apartando efectivamente estas enseñanzas de la Tierra viva que alguna vez sostuvo y encarnó estas enseñanzas. Una vez inscritas las páginas, todas estas sabidurías parecen tener una procedencia exclusivamente humana. La iluminación- alguna vez ofrecida por la danza de la luna entre las nubes, o por el deslumbramiento de la luz solar sobre la superficie ondulada por el viento de la montaña – estaba ahora establecida en una forma inmutable [3].
Sin embargo, David Abram escribe, y lo hace apasionadamente. Como primer paso hacia la recuperación, me gustaría proponer que la experiencia de escribir (no de anotar) está marcada por el mismo tipo de indeterminación crucial que caracteriza la danza de la luna. La escritura se resiste a aquello que desmembra la experiencia. Se resiste a la elección entre la luna que «realmente» nos ilumina, como lo haría un sujeto intencional, o la luna de la crítica, que solo provocaría lo que «realmente» proviene de lo humano.
Escribir es una experiencia de transformación metamórfica. Nos hace sentir que las ideas no son del autor, que exigen algún tipo de contorsión cerebral – es decir, corporal- que derrote cualquier intención formateada. (Esta contorsión nos torna larvas, como escribió Deleuze). Incluso se podría decir que la escritura es lo que le dio a las fuerzas transformadoras un modo particular de existencia – el de las «ideas». Alfred North Whitehead sugirió que las ideas de Platón son aquellas cosas que en primer lugar atraen eróticamente al alma humana -o, podríamos decir, a los humanos «animados». Para Whitehead, lo que define al alma humana (griega) es «el disfrute de su función creativa, que surge de su entretenimiento de las ideas».
Sin embargo, cuando el texto está escrito, tomando una «forma inmutable», bien puede imponerse como una procedencia humana – incluso dando la impresión de que puede ser el vehículo para acceder a las intenciones del escritor, para comprender lo que «quiso comunicarnos” y lo que podemos “entender”. Correlativamente, el alma platónica puede convertirse en una definición separada de la experiencia, algo que nosotros poseemos y que la “naturaleza” no posee.
Whitehead escribió que, después de El Banquete, donde discute el poder erótico de las ideas, Platón debería haber escrito otro diálogo llamado Las Furias , que hubiera tratado el horror que se esconde «en la realización imperfecta». La posibilidad de una realización imperfecta ciertamente está presente siempre que las fuerzas transformadoras y metamórficas se hagan sentir, pero esto sucede sobre todo cuando se trata de ideas, si, como yo afirmo, la realización de ideas implica escribir.
De hecho, una vez «anotadas», las ideas nos tientan a asociarlas con un significado definido, generalmente disponible al entendimiento, mas semejante a la experiencia de la lectura que a la experiencia de la escritura. Esto sucede más en un mundo que actualmente está saturado de textos y signos que están dirigidos a «nadie» – separándonos del mundo «más que humano» al que, sin embargo, pertenecen las ideas. Para reactivar el animismo, no basta con tener una «idea» que nos permita afirmar que sabemos algo de ella – incluso si para personas como yo es crucial darse cuenta de que la propia experiencia de escritura es una experiencia animista, que pertenece a un mundo «más que humano».
Reactivar significa recuperar y, en este caso, recuperar la capacidad de honrar la experiencia, cualquier experiencia que nos importe, como «no nuestra», como experiencia que nos «anima», porque nos hace ser testigos de lo que no somos nosotros. Una recuperación así no implica reducir una idea a una diversión, si no plantear que ciertas ideas pueden profundizar el proceso – y protegerlo de ser «desmistificado» como si se tratara de una ilusión fetichista. Una idea así concebida se aproxima al concepto Deleuziano-Guattariano de «agenciamiento» («agencement» en francés).
Un agenciamiento, para Deleuze y Guattari, es la coexistencia de componentes heterogéneos, una coexistencia que es la primera y la última palabra de la existencia. Yo no existo primero y luego entro en agenciamientos. Más bien, mi existencia es mi propia participación en agenciamientos, porque no soy la misma persona cuando escribo y cuando me pregunto acerca de la eficacia de un texto después de ser anotado. No soy yo la que está dotada de agencia o intención. Antes bien, la agencia – o lo que Deleuze y Guattari llaman «deseo»- pertenece al agenciamiento como tal, incluidos esos agenciamientos muy particulares, llamados «agenciamientos reflexivos», que producen una experiencia de desapego, el disfrute de poner a prueba críticamente la experiencia previa con el fin de determinar qué es «realmente» responsable de esto. Otra palabra para designar este tipo de agencia y que no nos pertenece es animación.
Relacionar el animismo con la eficacia de los «agenciamientos» es un movimiento peligroso, ya que puede relajarnos demasiado fácilmente. Es parte de nuestra fabricación como lectores, sentirnos libres de reflexionar sin experimentar las consecuencias existenciales de nuestras preguntas. Por ejemplo, podemos sentirnos tentados de entender los agenciamientos como un concepto interesante, como lo son otros, reflexionando sobre sus conexiones con otros conceptos – es decir, sin sentir nuestra postura intencional amenazada por las demandas que implica. Y también sin temer la mirada desconfiada de los inquisidores, sin sentir el humo en nuestras narices. Estamos protegidos por las referencias que citamos.
Por esta razón, puede ser mejor revivir palabras más comprometidas, que se han restringido únicamente al uso metafórico. «Magia» es una de esas palabras, ya que hablamos libremente de la magia de un evento, de un paisaje, de un momento musical. Protegidos por la metáfora, podemos expresar la experiencia de una agencia que no nos pertenece aunque pueda incluirnos, pero incluye a un «nosotros» atraído por un sentimiento.
Yo propongo que debemos renunciar a esta protección para liberarnos de la vocecita triste, monótona, poco crítica o reflexiva que nos susurra que no debemos aceptar ser mistificados, una vocecita que transmite la de los inquisidores. Esta voz puede advertirnos sobre las posibilidades aterradoras que siguen si renunciamos a la crítica, la única defensa que tenemos contra el fanatismo y el dominio de las ilusiones. Pero ella es, ante todo, la voz de la narrativa épica que aún nos habita. “¡No retrocederás!”
Admitimos muchas propuestas audaces con tal de que – como las de Breton- reflejen una versión de esa narrativa épica, con tal de que garanticen que solo los tipos selectos (artistas, filósofos, etc.) están autorizados para explorar aquello que mistifica a los demás.
La magia socava cualquier versión de la narrativa épica. Y es precisamente por eso que las brujas neopaganas llaman a su propio oficio «magia»: nombrarlo así, dicen ellas, es en sí mismo un acto de magia, ya que la incomodidad que crea nos ayuda a percibir el humo en nuestras narices. Más que eso, ellas aprendieron a hacer círculos e invocar a la Diosa – Ella, dicen las brujas, la que «retorna», Ella a quien se debe agradecer por el acontecimiento que las hace capaces de hacer lo que llaman «El trabajo de la Diosa».
¡Al hacerlo, nos ponen a prueba! ¿Cómo podemos aceptar la regresión o la conversión a creencias sobrenaturales? El punto, sin embargo, es no preguntarnos si tenemos que «aceptar» a la Diosa que las brujas contemporáneas invocan en sus rituales. Si les dijésemos: «Pero tu diosa es solo una ficción», ellas sin duda sonreirían y nos preguntarían si somos de aquellas personas que creen que la ficción no tiene poder.
Lo que las brujas nos desafían a aceptar es la posibilidad de renunciar a criterios que pretenden trascender los agenciamientos, y que refuerzan, una y otra vez, la narrativa épica de la razón crítica. Lo que ellas cultivan, como parte de su oficio (algo que hace parte de cualquier oficio), es un arte de atención inmanente, un arte empírico que investiga lo que es bueno o nocivo – un arte que nuestro apego a la verdad ha despreciado entendiéndola como superstición. Ellas son pragmáticas, radicalmente pragmáticas, experimentando con efectos y consecuencias lo que, como ellas saben, nunca es inocuo e involucra cuidado, protección y experiencia.
El canto ritual de las brujas: «Ella cambia todo lo que toca, y todo lo que Ella toca cambia» – ciertamente podría ser pensado en términos de agenciamiento, una vez que resiste a la desmembradora atribución de agencia. ¿El cambio pertenece a la Diosa como «agente» o al que cambia cuando es tocado?
Pero la primera eficacia del estribillo está en «Ella toca». La indeterminación propia de los agenciamientos ya no es conceptual. Es parte de una experiencia que afirma que el poder de cambiar NO se atribuye a nosotros mismos ni se reduce a algo «natural». Es una experiencia que honra el cambio como forma de creación.
Además, el punto acá no es comentar. El estribillo debe ser cantado; es parte integral de la práctica de culto. ¿Será que la idea de que la magia designa tanto un oficio formado por agenciamientos como su especial eficacia transformadora podría ayudarnos a reactivarla, desadhiriéndola tanto de la seguridad de lo metafórico como del estigma de lo sobrenatural? ¿Puede esto ayudarnos a sentir que nada en la naturaleza es «natural»? ¿Puede inducirnos a considerar nuevas conexiones transversales, resistiendo toda reducción de la magia tanto al triste término «natural», que de hecho significa «no pasar: disponible solo para explicaciones científicas», como a «lo simbólico», que termina por abarcar todo lo demás?
Reactivar siempre implica comprometerse. Yo diría que nosotras, que no somos brujas, no tenemos que imitarlas, sino descubrir cómo resultar comprometidas por la magia.
Podríamos, por ejemplo, experimentar con el uso (no metafórico) del término «magia», que designa la técnica de los ilusionistas que nos hacen percibir y aceptar lo que sabemos que es imposible. La magia, dicen las brujas, es una técnica. Ellas no se asombrarían ante una conexión transversal con la técnica de los magos si esa conexión fuera recuperativa – es decir, si la técnica de los magos fuera tratada como lo que sobrevivió cuando la magia se convirtió en una cuestión de ilusión y manipulación engañosa en las manos de charlatanes, o dejada en manos mercenarias que conocen las muchas maneras por las que podemos ser seducidos a desear, a confiar, a comprar.
Y esto es precisamente lo que David Abram, él mismo un mago dotado de finas habilidades manuales, propone cuando relaciona su técnica con lo que la hace posible, es decir, «el modo en que los sentidos mismos se lanzan más allá de lo que se presenta como inmediatamente dado, con el fin de experimentar el contacto con el otro lado de cosas que no sentimos directamente, como los aspectos ocultos o invisibles de lo sensible” [4]. Aquello que los «ilusionistas» utilizan diestramente, entonces, sería la propia creatividad de los sentidos, en consonancia con lo que Abram caracteriza como “sugestiones dadas por lo propiamente sensible”. Si existe una explotación, el mago mismo es explotado en la medida en que esas sugestiones vienen no solo de sus palabras explícitas o de sus gestos provocados con intensión, si no que también de cambios corporales sutiles que expresan que él, el propio mago, participa de la magia que presenta y es seducido por ella.
Nuestros sentidos, concluye Abram, no se destinan a una cognición separada sino que para la participación, para compartir la capacidad metamórfica de las cosas que nos seducen o que se vuelven mas inertes en la medida que nuestra forma de participación va cambiando – eso, él insiste, nunca desaparece: nunca salimos del “flujo de participación”. Cuando se reafirma la magia como un arte de la participación, o de atracción de agenciamientos, los agenciamientos, inversamente se vuelven una cuestión de interés empírico y pragmático de efectos y consecuencias, y no de consideraciones generales o disertaciones textuales.
Atraer, sugerir, engañar, inducir, cautivar, hipnotizar – todas nuestras palabras expresan la ambivalencia de la atracción. Cualquier cosa que nos atraiga o nos anime también nos puede esclavizar, y mucho más si se da por sentado. Las prácticas de la ciencia experimental, que ejemplifican dramáticamente la eficacia metamórfica del agenciamiento que confiere a las cosas el poder de «animar» al científico, de hacerlo sentir, pensar, imaginar, también son un ejemplo dramático de este poder esclavizante. Lo que yo llamaría con Whitehead una «realización imperfecta» de lo que ellos consiguen, ha desencadenado una conquista furiosa en nombre de la cual los científicos degradan sus logros, presentándolos como meras manifestaciones de la racionalidad objetiva.
Pero la cuestión de cómo honrar la eficacia metamórfica de los agenciamientos – no darlos por sentado ni dotarlos de grandiosidad sobrenatural – es una cuestión que preocupa a todas las técnicas «mágicas», y más especialmente a nuestro medio insalubre e infeccioso. Y es justamente porque esa preocupación puede ser común, pero no puede recibir una respuesta general, que la reactivación de la magia solo puede ser una operación rizomática.
Un rizoma rechaza cualquier generalidad. Las conexiones no manifiestan algún tipo de verdad sobre lo que es común más allá de la multiplicidad rizomática heterogénea – más allá de la multiplicidad de significaciones pragmáticas distintas asociadas con la «magia» en relación con lo que llamamos política, sanación, educación, artes, filosofía, ciencias, agricultura o cualquier práctica que requiera o que dependa de una capacidad para atraernos a una atención metamórfica relevante.
La única generalidad aquí es acerca de nuestro medio y su compulsión por categorizar y juzgar —y el espiritualismo es aquí un juicio probable— o por negar todo lo que apunte a la dimensión metamórfica de lo que debe ser logrado. Las conexiones rizomáticas pueden ser una respuesta no general a esta generalidad. Cada técnica «mágica» necesita conexiones con otras para resistir la infección por el medio, el poder divisivo del juicio social, oler el humo que exige que decidamos si somos herederos de las brujas o los cazadores de brujas.
Pero las conexiones también pueden ser necesarias para sanar y aprender. En lo que concierne al peligroso arte de animar para ser animado, lo que se conecta puede ser el aprendizaje práctico sobre la necesaria atención inmanente (crítica). No sobre lo que es bueno o malo en sí mismo, sino sobre lo que Whitehead llamó realización. Nuevamente, ningún modo de realización puede tomarse como modelo, solo como un llamado a la reinvención pragmática. Para honrar la realización de conexiones, para protegerla contra modelos y normas, se puede requerir un nombre. El animismo podría ser el nombre de este arte rizomático.
Recuperar el animismo no significa, entonces, que alguna vez fuimos animistas. Nadie ha sido nunca animista porque nunca se es animista «en general», solo en términos de agenciamientos que generan transformaciones metamórficas en nuestra capacidad de afectar y ser afectados – y también en nuestra capacidad de sentir, pensar e imaginar. Sin embargo, el animismo es un nombre para reactivar estos agenciamientos, una vez que nos lleva a sentir que su eficacia no es nuestra. Contra la insistente pasión envenenada por desmembrar y desmistificar, el animismo afirma lo que necesitamos para no esclavizarnos: que no estamos solos en el mundo.
Notas
- [*] Publicado en inglés en: Stengers, Isabelle. Reclaiming Animism. E- Flux, Journal Nº36, julio de 2012. Una primera versión fue pulbicada en: Animism. Modernity through the Looking Glass, ed. Anselm Franke, Sabina Folie, General Foundation/Vienne et Verlag der Buchhandlung Walther König/Cologne, 2011 p. 183-192, before being published in e-flux, 2012.
- [1] N.de T. La noción «en medio» acá es utilizada, siguiendo a la autora, en relación con el concepto de «Ecosofía» planteada por Guattari como una sabiduría «podría decirse, del medio, o de lo que acabamos de llamar ‘pensamiento por el medio (…) designa a la vez el desafío que constituye su medio para todo ser viviente, y el desafío para el pensamiento de escapar al dominio de las razones primeras o últimas» en: Stengers, Isabelle; Pignard, Philippe La brujería capitalista editorial Hekht, 2018, p. 161.
- [2] N. De T. Reclaiming es un término polisémico, y en este caso he decidido traducirla por reactivar ya que éste término tiene que ver con reanimar, con hacer que algo vuelva a funcionar y así retomar ese potencial político y terapéutico, que también se ha utilizado en la traducción al portugués de este texto en “Reativar o animismo” Chao da Feira, Belo Horizonte, 2017, disponible aquí.
Con la traductora estoy de acuerdo también que no hay una sola traducción para este término tanto por su polisemia pero también como por su valor de uso. Pensar este concepto en términos de su practicidad permite volverla útil en la medida que la pongamos en relación con nuestras prácticas de reflexión y acción. El verbo “to reclaim” puede ser traducido como reivindicar, recuperar, reformar, reactivar, regenerar, reafirmar. La traductora al portugués señala “la historia de término pasa por el vínculo entre magia y espiritualidad y transformación social y política; y en segundo lugar, de que “reactivar” no es un gesto nostálgico de repetición del pasado, si no que acciones y prácticas situadas, norteadas por el empirismo y por el pragmatismo”. De allí que es importante referirse al origen del término en las comunidades de brujas neopaganas fundadas en 1979 en San Francisco de nombre “Reclaiming” y que siguen funcionando hasta el día de hoy en diferentes partes del globo. Y sobre todo la labor de la activista y escritora Starhawk quien ha aportado una serie de reflexiones político terapéuticas para nuestros tiempos. En el contexto de la RedCsur la introducción del término “reactivación” se basa en el pensamiento de Suely Rolnik sobre todo en su trabajo sobre la artista Lygia Clark que se ha tornado una herramienta para incoporrar procesos subjetivos con la investigación. En el transcurso de este proceso de traducción me encontré casi al finalizar mi tarea, con otra traducción en Chile realizada por Felipe Kong Aránguiz, quien eligió la palabra “Reivindicando” para su texto, agradezco mucho este hallazgo pues me permitió seguir pensando como traducir la polisemia y además de procesar algunas frases que en mi caso aún me parecían intraducibles y que al lado de esta otra traducción en diálogo pudieron clarificarse e iluminarse. Ver aquí. - [3] Abram, David (2010). Becoming Animal: An Earthly Cosmology. New York: Vintage, p. 281.
- [4] Abram, David (1997). The Spell of the Sensous: Perceptiona nd Language in a More-Than-Human World. New York: Random House, p. 58.
0 comentarios