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15 tesis sobre el colapso ecosocial

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1. Antropoceno es la expresión del idealismo en su fase actual. El despliegue del Espíritu absoluto en la historia cobra la materialidad de una fuerza biogeoquímica de superficie. La alteración del clima amenaza con sumir en una dinámica autodestructiva el triunfo final de la humanidad sobre la naturaleza. La conquista prometeica de la tierra por la megamáquina tecnocientífica se abisma en la sima espacio-temporal del suicidio antropológico. El capital impulsa esa tendencia gravitatoria en espiral. La sexta extinción, el descalabro de la biodiversidad, es el presagio de un horizonte ecocida y genocida que aún estamos a tiempo de contener. 

2. Gaia, en todo caso, nos sobrevivirá. Es conveniente aprehender esta posibilidad con estoicismo, sin dramatismos apocalípticos. Un descentramiento radical de lo humano, la conciencia de su posible desaparición, es un buen acicate contra el especismo. La clave está en articular ese descentramiento con una política de clase y descolonizadora. En esta coyuntura, no podemos infravalorar aquello que define nuestra singularidad animal. Si no dotamos de un nuevo contenido a las palabras responsabilidad y libertad, la extensión de la agencia al conjunto de la naturaleza, propuesta por los nuevos materialismos, se presenta como una elusión de la historia, una huida lateral que poco o nada nos puede aportar a la hora de combatir y detener las inercias del Capitaloceno, de idear políticas concretas que protejan a los más amenazados (humanos y no humanos) en los ecosistemas socioambientales de la modernidad tardocapitalista. Tal vez lo que debamos convocar es un humanismo no antropocéntrico (Serenella Iovino). 

3. Vivimos una época paradójica. En paralelo a esa nueva consistencia del idealismo, reaparece una conciencia materialista que cualquier marxista refinado de la centuria anterior habría tachado de «vulgar». La prioridad ontológica de la naturaleza (defendida por Bujarin, rechazada por Gramsci) retorna para mostrar los pies de barro del historicismo del capital. El despliegue del Espíritu en la historia como fuerza material se topa con la tendencia entrópica del extractivismo petromoderno. Si el petróleo escasea (o, mejor dicho, si decae el balance de su explotación en términos de energía neta), las arquitecturas ingrávidas de la economía financiarizada evidenciarán su carácter espectral más pronto que tarde. Quizás ya lo estén haciendo. (Des)valorización del valor y Tasa de Retorno Energético son dos de las nociones que definen estructuralmente las tensiones de nuestro tiempo. La crítica cultural no puede ignorar la dialéctica entre la economía política y la dinámica de sistemas si no quiere hacer trampas al póker en la partida de la crisis civilizacional.

4. Como ha destacado Jodi Dean, habitamos a duras penas una época atravesada por el abismo entre los sistemas y la supervivencia. Entre lo demasiado grande (aquello que excede a la representación, desde el cambio climático a las cadenas globales de producción del valor) y la jibarización de la política de la vida a la pura subsistencia. El énfasis de los discursos artísticos y culturales en los afectos, en una concepción inmediatista del deseo y en la identificación de las políticas del cuerpo con la sexualidad, es un trasunto estético de esa brecha epocal. Ante la ausencia de respuestas estructurales, triunfa la ética de lo imaginario (de la presencia especular), una regresión a la infancia que se autoexcluye de dar la batalla en los ámbitos de lo simbólico (la ley) y de lo real (el acontecimiento). La subjetividad compensa la falta de política. Como señaló en una ocasión Perry Anderson, hay múltiples formas de sublimar la derrota. Esta es, tan solo, una de ellas. En el marco de la crisis ecosocial global, lo que requerimos no es más presencia de los cuerpos, sino una potencia relacional de abstracción. La relevancia de la política se mide en qué estamos dispuestos a arriesgar por aquellos a los que jamás conoceremos (tanto por una cuestión espacio-temporal como generacional); en la voluntad de combatir junto a quienes podemos considerar compañeros sin necesidad de que sean amigos. Una nueva forma de camaradería que, aun reconociendo que lo personal es político, no reduzca lo político a lo personal. Una reformulación sensible (pues reclama un cambio de percepción) de la ética del deber que cuestione las concepciones narcisistas y productivistas del deseo. 

5. Enfrentar el cambio climático exige una recodificación geotemporal de la política que se haga cargo del medio y el largo plazo. El electoralismo partidista y el énfasis culturalista en los giros discursivos como eje de la política bloquean esa posibilidad. La incapacidad del pensamiento crítico para esclarecer el significado de los acontecimientos en la larga duración (ya no solo de la historia social, sino de la historia natural y geológica) explica que ese medio plazo en el que se nos harán dramáticamente evidentes las consecuencias del cambio climático (desde catástrofes puntuales a hambrunas prolongadas, cuyas repercusiones pueden dejar en anécdota las provocadas por el colonialismo del siglo XIX) estreche cada vez más sus márgenes temporales. Es posible que para cuando decidamos hacernos cargo de esa dimensión, la larga duración se nos haya echado literalmente encima en la forma de un tsunami ecocida. Lo más hiriente es que los diagnósticos sobre la magnitud de la crisis ecosocial derivada del industrialismo productivista están disponibles desde al menos los años setenta, sin que las ciencias sociales y los imaginarios culturales hayan acusado suficientemente recibo. La escisión entre las ciencias naturales y las ciencias sociales fue facilitada primero por el marxismo occidental y después por las derivaciones culturalistas del posestructuralismo. La crítica de la ciencia como relación de dominio y epistemología eurocéntrica ha tirado al niño con el agua de la bañera, falseando la genealogía del conocimiento científico, que no puede ser reducido ni a un proyecto unidimensional (su historia muestra múltiples posiciones enfrentadas) ni a una demarcación geográfica. El problema no es la ciencia en sí (bien al contrario: es parte indispensable y no suficiente de la solución), sino su subsunción por la articulación capitalista entre mercado, guerra y tecnolatría.

6. La potencialidad contra-epistémica del pensamiento decolonial no debe alimentar el escapismo político. El rescate de las epistemologías del Sur global ha de asumir la irreversibilidad parcial de los efectos de la modernidad capitalista. Para bien y para mal, la cartografía del sistema-mundo responde a la implantación efectiva de procesos de ordenación territorial, de estructuras administrativas, jurídicas y legislativas de escala estatal y transnacional, de modos de producción, distribución y consumo y de dispositivos culturales que identificamos con Occidente. Estos factores son hegemónicos en la producción de subjetividad social en una parte significativa de los contextos geopolíticos globales (incluido el latinoamericano). Las propuestas decoloniales han de encarar el reto de pensar cómo modificar de modo concreto y práctico esa materialidad social. Si la apuesta por una ecología de los saberes (Boaventura de Sousa Santos) que ponga en valor el conocimiento de los grupos subalternos, no se conjuga con esa dimensión, corremos el riesgo de generar una exaltación neorromántica de esas formas de vida que favorezca de manera inconsciente su claudicación histórica. 

7. El problema de las narrativas heredadas no es tanto su eurocentrismo como su anticomunismo. Si el comunismo consiste en construir un universalismo desde la perspectiva de la subalternidad, lo necesitamos urgentemente. ¿De qué otro modo podemos atacar la división internacional del trabajo? Esas comunidades subalternas son las más interesadas en impulsarlo, pues sus vidas serán las más expuestas a las consecuencias de las previsibles y virulentas luchas geoestratégicas por recursos escasos que tendrán lugar en un contexto de cambio climático y escasez energética. Forjar una alianza internacionalista entre las viejas clases trabajadoras y el proletariado informal (Mike Davis), que impida el cierre proteccionista de los países más ricos del planeta ante la crisis ecológica (una combinación entre gestión interna en clave neofeudal y política internacional en términos neocoloniales), es una necesidad urgente, que invita a abandonar las autoafirmaciones de signo identitario. En el plano de la agencia histórica, las políticas racializadas y sexo-genéricas se encuentran en una situación privilegiada para trascender las políticas de reconocimiento hacia una impugnación sistémica que integre las luchas por la distribución y la emancipación (Nancy Fraser). En el plano internacional, en lugar de enfatizar la supuesta existencia de bloques geopolíticos homogéneos, estancos y opuestos (del tipo América Latina vs. Europa), resultaría más perspicaz recalcar las asimetrías, grietas y contradicciones que se dan actualmente en el seno de las diferentes naciones y áreas geográficas, para intervenir en ellas de modo efectivo. 

8. Al menos en el contexto noratlántico, la actividad de la clase cultural (Martha Rosler) es solidaria de procesos de gentrificación que excluyen de los centros urbanos a la clase trabajadora que los habitaba anteriormente. Y, sin embargo, cada cierto tiempo sectores de aquella expresan su desprecio hacia esta mediante posiciones afines al neoliberalismo progresista (Fraser) o al neoliberalismo ecologista. El feminismo liberal que identifica en Hillary Clinton un estandarte de la causa de las mujeres (y que, sin embargo, recela del socialismo de Berny Sanders) o que ignora (en paralelo a los sindicatos) la violación de inmigrantes magrebíes en los cultivos de la fresa en Huelva (Yayo Herrero); la Ilustración postmoderna que tras cada éxito electoral de la extrema derecha proyecta sus prejuicios contra la clase obrera sin preguntarse por la realidad sociológica (descenso en variables como los niveles de renta, la tasa de sindicación, los salarios indirectos o el grado de inserción educativa) que favorece el ascenso del populismo de derechas; o los partidarios del incremento en la fiscalización del diésel que critican a los chalecos amarillos sin valorar la necesidad de articular los impuestos verdes con la igualdad social, son solo algunos ejemplos. Por lo demás, la pulcritud y la radicalidad ideológicas de la clase cultural «progre» suele ser inversamente proporcional a su capacidad combativa en los centros de trabajo. Estos sujetos críticos conforman el cónclave de una secta para iniciados, que mira por encima del hombro la ambivalencia moral de las clases populares. Son la buena conciencia bobó (burgués-bohemia) del Estado neoliberal. Han cambiado el comunismo de salón por el comunismo de museo.  

9. El declive del materialismo explica, al menos en parte, que la psicopatología de la izquierda, también en su vertiente ecosocial, se siga moviendo en la esquizofrenia sentimental entre el optimismo y el pesimismo. Hemos de salir de ella. Ni el optimismo, ni el pesimismo, ni siquiera la esperanza, son humores que vayan a ayudarnos a dar la batalla en el atolladero de la modernidad. Lo que reclama una conciencia materialista a la altura de la crisis de civilización es una política que conjugue el realismo y la imaginación, la prudencia y la determinación. Una política para después tanto del desencanto como del entusiasmo. El éxito del ecosocialismo se deberá (si es que se produce) a su aceptación débil. No podemos esperar una súbita identificación mayoritaria que alumbre nuevas comunidades de vida. La acción institucional debe incentivar los brotes sociales prefigurativos allí donde se den, pero ante todo ha de promover transformaciones culturales que generen un cortafuegos en la cosmovisión productivista/ consumista y políticas públicas que impulsen medidas concretas de sanación ecosocial. Si no, será demasiado tarde. 

10. Es probable que la política radical de nuestro tiempo haya de perseguir el mal menor: una política tentativa (en el doble sentido: experimental y de andar a tientas), que sustituya en el imaginario colectivo el deseo de un horizonte colmado de abundancia por la salud provisional que procuran el remedio y la prevención. Es posible que, en última instancia, la bifurcación de época se dirima entre la asunción de la finitud (una finitud justa en el plano social e internacional) y la entropía de la extinción. En esa coyuntura, hemos de alentar una reinvención colectiva, afirmativa y plural de la vida buena. Tal viraje antropológico exige una conversión religiosa (de re-ligare: reconstituir el vínculo comunitario) que no se base en el moralismo espiritual, sino que parta de la politización de la pobreza material y los malestares psíquicos contemporáneos. Eso permitiría hacer compatibles las posiciones del debate decimonónico en torno a la comprensión de la agencia histórica, que en el seno de la tradición socialista enfrentó a los partidarios del modelo religioso (Louis Blanc) con los del modelo materialista (Marx).

11. El decurso de la cultura occidental ha enfatizado el papel de la cosmología y la cartografía en la relación con el mundo y el universo. En los albores de la modernidad, la carta astral y la carta náutica se encontraron en el arte de la navegación, fuertemente vinculado al auge del capitalismo mercantil. Cuando Johannes Vermeer hubo de pintar a los científicos adelantados de la Holanda del siglo XVII, eligió a un astrónomo y a un geógrafo. Ningún meteorólogo. Según Svetlana Alpers, la principal aportación de estos pintores fue generar una cartografía de lo que se hallaba entre esos dos mundos, entre el cielo y la tierra: el paisaje. La historia del paisaje en la pintura occidental evidencia como ningún otro género pictórico la dialéctica imaginaria entre naturaleza y cultura, pero también la dialéctica social entre la mirada pintoresca del burgués y el derecho a la representación de las clases campesinas. En estas habitaba un saber despreciado por la ciencia: leer en el tiempo atmosférico los síntomas de lo por venir. Como subrayara Michel Serres, ese saber popular se encontraba más próximo al materialismo clásico que a la física mecanicista de la modernidad. Lucrecio, las comunidades campesinas pre-industriales y el pintor de nubes han atesorado la memoria de una conciencia naturalista que podría permitirnos redefinir la dialéctica en términos meteorológicos, reconstruir la crítica de la economía política desde los síntomas destructivos de una tormenta, de un ciclón, de un huracán. No se me ocurre un proyecto epistémico y político más apasionante en tiempos de cambio climático.

12. En su correspondencia personal, Rosa Luxemburgo y Pier Paolo Pasolini compartieron una misma contradicción: el deseo de naturaleza y su negación. La primera imaginó, durante una de sus estancias en prisión, metamorfosearse en un pájaro: no para huir del presidio, sino para concretar una simpatía radical por lo animal. Miró a través de los ojos de un buey a sus verdugos. Pasolini, por su parte, expresó su inclinación por la soledad eremítica. En ambos casos, sin embargo, hubo algo que se impuso a ese deseo de naturaleza: la necesidad de retornar a la arena de la lucha política y cultural. Ese compromiso aglutina una ética del deber irrenunciable: aquella en la que confluyen la pasión por la naturaleza y la conciencia respecto a la especificidad de los conflictos que atraviesan al animal político, dislocado y escindido, que somos. 

13. Según destacara Stuart Hall, a partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta los estudios culturales situaron la cultura como anclaje de una visión totalizante de la realidad social que cuestionara tanto el burdo reduccionismo de los análisis economicistas del marxismo ortodoxo como las restricciones del campo disciplinario de las humanidades, aún deudoras de la órbita de la cultura clásica y de la autonomía de las expresiones artísticas y literarias. Se trataba de resinscribir el análisis de las prácticas culturales en la trama más amplia de sus interrelaciones con la economía, la política y la sociedad de la época. Aglutinado bajo el paraguas de la New Left, ese proyecto articuló la reinvención del socialismo con declinaciones anticoloniales, feministas y ecologistas, que ⎯entre otras cosas⎯ se opusieron a las políticas de proliferación nuclear y tramaron una nueva conciencia internacionalista. Con un deseo similar, en la actualidad requerimos implementar una revisión ecológica del proyecto histórico de la crítica cultural. La ampliación cultural del estudio de los aspectos configuradores de las sociedades humanas ha de extenderse al análisis de la sostenibilidad sociometabólica de nuestras formas de organizar la vida en común [1]

14. La vitalidad del proyecto de los estudios culturales tendió a declinar durante los años ochenta con la eclosión del neoliberalismo. A comienzos de la siguiente década, en plena debacle del socialismo real, Michel Serres intuyó que la vieja política de confrontación entre bloques de la Guerra fría sería sustituida por el choque entre la civilización tardocapitalista y la rebelión de la naturaleza. La época de la biotecnología, del control demiúrgico del ser orgánico, coincide con la conversión de la naturaleza en un sujeto (post)histórico de primera magnitud. Al máximo dominio le corresponde la máxima amenaza. La moderación de la política emancipadora, capturada por los dispositivos del poder capitalista, se conjuga con la radicalización de la naturaleza. 

15. La eclosión de la nueva extrema derecha puede entenderse también como una respuesta anticipada a la creciente escasez de recursos. Un experimento de gestión proto-fascista de la crisis ecológica (ecofascismo) ante la proletarización del planeta. Bajo esta óptica, Donald Trump, con su negacionismo climático y su impulso geo-estratégico del fracking, podría representar un elemento de vanguardia, antes que un residuo aberrante del pasado (Emilio Santiago Muiño). La evolución paulatina de las democracias occidentales hacia un paradigma iliberal puede ser tan solo la primera parada de un proceso histórico que depare formas cada vez más agresivas de segregación, explotación y extractivismo en política interior, laboral y ecológica (un distópico devenir Sur del Norte global) y de neocolonialismo en las relaciones internacionales. Ante el colapso de las alternativas sistémicas, corremos el riesgo de que en el futuro más o menos próximo la única oposición real al colapso triunfal del capitalismo sea el colapso climático. Presunción exagerada, sin duda. ¿Pero acaso no encontramos, aquí y allá, síntomas que apuntan en esa dirección? Si el anticolonialismo tricontinental y el comunismo no-alineado de la Guerra fría trataron de impedir la sumisión de la política a la bilateralidad del socialismo real y el capitalismo liberal, quizás la tarea política de nuestro tiempo es evitar que la dialéctica histórica quede reducida a una pugna entre el ecofascismo y la naturaleza.


Notas

  • [1]  He analizado más extensamente esta cuestión en: Jaime Vindel, «(Apenas) un recuerdo de sol: acerca de la relación entre materialismo, cultural y ecología», en: J. Vindel (ed.), Visualidades críticas y ecologías culturales, Madrid, Brumaria, 2018, pp. 321-354.

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