Andreas Maria Fohr, Schein #02, 2022
Andreas Maria Fohr, Schein #02, 2022

Vivir sin trabajar. Apuntes incómodos en defensa del trabajo

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Es una cosa muy extraña defender el trabajo en estos tiempos. Además, ¿qué puede querer decir defender el trabajo? Eso que constituye la dimensión fundamental de nuestra existencia colectiva, y que en el presente recae de manera desigual sobre las grandes mayorías que sostienen la vida de todos. En lo inmediato significa un reparo: la necesidad de una intervención aguafiestas frente al entusiasmo al que nos arroja una promesa que aparece cada vez más persuasiva, por izquierda y por derecha: la de un mundo en que el trabajo ya no sea necesario.

Fantasías compartidas

La experiencia del salto de productividad y la posibilidad del reemplazo de trabajo vivo que representa la extensión de la inteligencia artificial agita la fantasía de una vida sin trabajo o, al menos, su reducción al mínimo. La promesa de reducir el esfuerzo laboral y aumentar el tiempo de ocio aparece como un ideal alcanzable.

Desde los inicios del pensamiento socialista ha existido la utopía de reducir al mínimo el trabajo necesario gracias al desarrollo de las fuerzas productivas humanas. Marx, en El Capital y en sus Grundrisse, vislumbró una sociedad en la que el progreso tecnológico, apropiado por los trabajadores, redundaría en la reducción de la jornada laboral, permitiendo su realización plena en actividades creativas. Lafargue, en su ensayo El derecho a la pereza (1880), defendió la idea de que el avance técnico debía llevar a una drástica reducción del trabajo obligatorio, en oposición al «vicio» del trabajo exacerbado por la sociedad capitalista. 

John Stuart Mill, inspirador de los economistas neoclásicos, también imaginó un  punto de inflexión en el que se frenara la expansión del trabajo. Con una tesis protodecrecentista, sostenía que “un estado estacionario de capital y población puede ser deseable, no porque sea el fin último del hombre, sino porque, siendo la única condición bajo la que la humanidad podría alcanzar la mayor mejora posible en el bienestar general, tiene la ventaja de proporcionar la máxima cantidad de felicidad sin la necesidad de una continua expansión del trabajo». En una sociedad avanzada, el progreso económico y tecnológico podrían generar un tipo de estabilidad que permitiría un mayor bienestar para las personas, liberándolas de las presiones del trabajo continuo y permitiendo un desarrollo intelectual y cultural más pleno.

En la actualidad, resurgen consignas y discursos en redes sociales que recuperan elementos de este horizonte aunque con una diferencia sustancial: el acceso al dinero aparece, de uno y otro lado, como sinónimo de libertad. 

Entre los más jóvenes crece la ilusión del dinero fácil, ya sea mediante inversiones exprés o estrategias de manifestación espiritual 1. Imaginan que cualquiera puede vivir del rendimiento de activos, basta con madrugar, revisar los mercados y tradear. Otras invitan a manifestar para atraerlo2. Si no sucede, será tu culpa por no orientar bien las energías cósmicas que producen la abundancia material. Al mismo tiempo, cuentan con la propaganda de las vidas de ultrarricos como horizonte aspiracional.

Los traders tienen su utopía: la explican, la venden, invitan a otros a sumarse, trabajan para ella. Libertad financiera total, eliminación de cualquier control sobre la moneda, que nada se interponga entre el sujeto y el dinero. 

Estas retóricas no son meros espejismos desconectados de la realidad. En un escenario de cambios técnicos, aumentos acelerados de la productividad, precarización y fragmentación del trabajo, estos discursos se conectan con las transformaciones efectivas del mundo laboral y el horizonte deseable de libertad individual. En ellas, el individuo aparece como soberano frente al mercado y la vida, capaz de transformar o elegir su modo de existencia por la sola fuerza de su voluntad. Este argumento no es nuevo: retoma de la economía neoclásica —hegemónica en el pensamiento económico del último siglo— la noción de sujetos libres y racionales tomando decisiones aisladas, en un espacio social neutral, desprovisto de cualquier noción sobre el poder. 

En un contexto de relaciones laborales cada vez más desagregadas y solitarias, no sólo se acepta ser llamado «emprendedor»: también se lo desea. La vieja promesa de autonomía, liberada de su contexto estructural, encuentra terreno fértil en un mundo donde el trabajo ya no garantiza ni seguridad ni identidad colectiva, y donde la imaginación de una vida mejor se desplaza hacia el terreno de un sujeto individual cuya aspiración es elegir en una góndola lo que lo hará más libre, sea éste su pasatiempo o el último modelo de algún producto de moda. 

Existe un punto de contacto entre estos planteamientos de cryptobros, traders y gurúes que prometen que el dinero trabajará por ti, y algunas de las formas de imaginación política que han abrazado las izquierdas en la profunda orfandad política de las últimas décadas. Se trata de la fantasía que hace suyo el horizonte deseable de una vida sin trabajo, que fabrica la ficción de una automatización total o que encuentra la promesa de la independencia del trabajo en los ingresos de una renta básica universal (3), financiada, en el mejor de los casos, con mayores impuestos.

La confluencia de estas dos perspectivas, que se presentan como antagónicas, es uno de los síntomas más claros de la hegemonía de una imaginación política que pareciera renunciar, en gran medida, a pensar en términos colectivos y materiales los problemas de la reproducción social.

Libertad y renta básica (o cómo ahorrarse el trabajo de una propuesta superadora)

Una de las promesas centrales de quienes defienden la renta básica universal como vía emancipatoria es que, al garantizar un ingreso mínimo para todos, el trabajo podría dejar de ser una actividad coercitiva y convertirse en una práctica voluntaria. Esta apuesta imagina un mundo en el que una renta aseguraría que nadie estaría obligado a vender su fuerza de trabajo para subsistir, y en el que el trabajo sería elegido libremente, despojado de su carga opresiva.

Una primera aproximación sugiere que esta perspectiva centra su atención en los mecanismos de distribución de la riqueza —cómo repartirla más justamente—, sin preguntarse con igual seriedad por cómo se produce. Es cierto que estas propuestas reconocen uno de los rasgos fundamentales del trabajo en el capitalismo: su carácter coercitivo derivado de la imposibilidad de acceder a los medios de subsistencia sin vender la propia fuerza de trabajo. Pero suelen desatender un punto decisivo: el trabajo es coercitivo no solo porque no disponemos de un ingreso, sino porque no contamos con los medios de trabajo que permitirían reproducir la vida material de otra manera; este es un rasgo constitutivo del capitalismo que no puede resolverse simplemente mediante una transferencia monetaria. 

Así, un ingreso básico que permitiera un acceso limitado al consumo podría suavizar temporalmente la necesidad individual de encontrar un empleo, pero es incapaz de erradicar la necesidad colectiva de trabajar y, mucho menos, es capaz de abolir el carácter coercitivo del trabajo en este orden social. 

Otro argumento habitual en favor de la renta básica universal sostiene que su implementación permitiría reducir las jornadas laborales y, en consecuencia, nos habilitaría a todas y todos a trabajar menos. Sin embargo, este razonamiento presume que la causa principal de las extensas jornadas es simplemente la ausencia de ingresos complementarios, y omite una dimensión fundamental de la dinámica laboral: las y los trabajadores, en general, no definimos ni nuestra jornada ni el valor que se paga por disponer de ella.

En las condiciones actuales del capitalismo, especialmente en los países caracterizados por tener altos niveles de desigualdad e informalidad, extensas jornadas laborales y bajos salarios, lo más probable es que una renta básica funcione de hecho como un subsidio a los empleadores, habilitados a presionar para mantener salarios aún más bajos, amparados en la lógica de que las necesidades básicas ya estarían parcialmente cubiertas por el Estado. Basta prestar atención a quienes impulsan el debate de la renta básica universal3 para encontrar allí CEOs o dueños de grandes corporaciones que ven la oportunidad de poner en marcha aquel sueño de Milton Friedman, el del impuesto negativo.

Esta posibilidad —la de que la renta básica actúe como un complemento de sueldos paupérrimos en vez de un medio de emancipación respecto del trabajo— suele quedar fuera de las formulaciones más optimistas que acompañan la defensa de la RBU. No obstante, es una cuestión que no puede ni debe estar ausente en los debates que se desarrollan en nuestros países, donde las estructuras de acumulación dependen históricamente de la superexplotación del trabajo y de la captura de rentas.

Este horizonte, centrado exclusivamente en la redistribución de los productos del trabajo, parece olvidar una pregunta clave: ¿qué significa una mayor libertad para elegir a qué actividades dedicarnos si no disponemos de los medios para hacerlo? ¿En qué se traduciría esa novedosa libertad si seguimos despojados de toda capacidad real de organizar el proceso de producción social de la vida? La conquista del tiempo libre, las garantías materiales universales que aseguren condiciones de reproducción dignas y menos desiguales, son sin duda componentes esenciales de un proyecto emancipatorio más amplio. Pero no son, por sí mismos, apuestas que avancen en la reorganización democrática del trabajo ni en el cuestionamiento de su estructura actual.

Porque no es solo la posibilidad de liberarnos del trabajo asalariado lo que está en juego: también su contracara. La cesantía estructural, la informalidad forzada, el taller doméstico que encierra a las cuidadoras en condiciones de aislamiento y precarización invisible. Pensar que basta con redistribuir limitadamente el dinero para emancipar a las y los trabajadores —sin intervenir en la organización misma de las capacidades humanas para trabajar y de sus condiciones— es, en última instancia, una quimera.

Resulta especialmente importante tener esto en cuenta cuando el desempleo, el subempleo y la indigencia son ya constitutivos del paisaje social en nuestros países. Con los recientes cambios técnicos —automatización, inteligencia artificial, reorganización global de las cadenas productivas—, masas crecientes de población son arrojadas a la miseria, consideradas superfluas para los requerimientos del capital.

Pensar en un ingreso garantizado sin interrogar las dinámicas de acumulación capitalista que generan continuamente condiciones de vida paupérrimas para grandes masas de la población implica correr el riesgo de consolidar, más que combatir, esta tendencia. El desafío no puede limitarse a imaginar cómo distribuir los restos de un sistema que expulsa; debe consistir, ante todo, en preguntarnos qué resortes sociales, qué formas de organización, qué conflictos y qué programa son necesarios para impedir que la consolidación de un mundo de trabajo degradado y poblaciones descartables avance sin resistencia.

La apuesta y la pregunta de la que deriva no puede ser únicamente quién accede a los frutos del trabajo, sino quién decide cómo, para qué y en qué condiciones trabajamos. Mientras esas preguntas permanezcan sin ser planteadas, la libertad capitalista que hemos conocido seguirá siendo el único tono que pinte nuestras imágenes del porvenir.

¿Contra todo trabajo? Sobre alienación, deseo y productividad

“Los trabajos realmente libres como por ejemplo, la composición, son al mismo tiempo condenadamente serios, exigen el más intenso de los esfuerzos”

(K. Marx. Elementos fundamentales para la critica de la economía política. Grundrisse. Vol II, p. 120)

Al hablar de trabajo, acostumbramos a hacer una primera distinción: entre el trabajo intercambiado por un salario, y el trabajo que hacemos directamente para otros (o para nosotros mismos). Las construcciones políticas que entienden las actividades del primer grupo como indeseables y las del segundo como las del reino de la libertad, derivan a menudo en consignas reduccionistas. Algunas glorifican todo lo que rodea al trabajo doméstico y de cuidados; otras, en cambio, ignoran las dimensiones de libertad que pueden aparecer incluso en trabajos asalariados. 

Las perspectivas contra el trabajo y la productividad corren el riesgo de convertirse más en un freno que en un impulso para abrir una imaginación imprescindible: aquella capaz de proyectar formas de transformación de la naturaleza (trabajo) orientadas a producir vidas dignas del conjunto de la humanidad. Muy distinta de aquella que solo imagina mejoras individuales —reducción del trabajo propio— sin preguntarse por las consecuencias colectivas de esa reducción.

La pérdida de sentido, la falta de control sobre el proceso de trabajo, la imposibilidad de desarrollar habilidades, el aislamiento: todo eso, que podemos reunir bajo el nombre de alienación, afecta a buena parte de quienes trabajan, asalariados o no. Sin embargo, incluso bajo este régimen, existen trabajos que sortean la dimensión del no-sentido. Muchas veces, se trata de aquellos en los que la tarea concreta encuentra una conexión directa y significativa con su función social: trabajos que mejoran la vida de otros, que producen saberes que alivian dolores y reducen la pena, que permiten tanto a uno como a otros habitar mejor. 

Rescatar esos trabajos, narrarlos, mostrar su potencia emancipadora, es una tarea central para rastrear en el presente las pistas de una imaginación de futuro que muchas veces se invoca sin éxito, aplastada por narrativas de colapso y desánimo global.

Imaginar un futuro con los trabajos que importan implica reconocer los que hoy ya existen y son factor de deseo y los que, colectivamente, estaríamos dispuestos a sostener. Abre preguntas sobre la ética del trabajo, sobre la cooperación, sobre el respeto mutuo y sobre la potencia colectiva.

Rescatar los trabajos que anudan deseo y sentido es, entonces, una forma de abrir preguntas políticas fundamentales: ¿qué tipos de trabajos queremos fomentar? ¿Cómo redistribuir no sólo los recursos, sino también los esfuerzos vitales? ¿Cómo precipitar que el trabajo sea creación compartida de mundos habitables? Es, también, desafiar la lógica de cómo entendemos los privilegios, las faltas, las necesidades comunes y las diversas. Importa por cuánto se trabaja pero también cómo se trabaja. 

En las discusiones sobre postcapitalismo y sociedades postlaborales, suele plantearse la reorganización de los trabajos de cuidados junto con la expansión del tiempo libre para el arte, la ciencia, el deporte y la creatividad. Sin embargo, pocas veces se hace el ejercicio de pensar qué trabajos para producir nuestros medios de existencia continuarán y quién los hará.

Los feminismos han discutido largamente sobre la injusta división de los trabajos de cuidados en términos de género, raza y clase. Desde tradiciones diversas se ha coincidido en la necesidad de reducirlos, redistribuirlos y democratizarlos —aunque el significado de esta última consigna tenga interpretaciones diferentes.

Se han expuesto las cadenas globales de cuidado que explican el rol del trabajo migrante, se ha observado y denunciado la precariedad máxima que sufren las trabajadoras del hogar. Hay algunos consensos en torno a la necesidad de contar con infraestructura pública, de la importancia del acceso a instituciones educativas y sanitarias de calidad. Hay avances en términos del reconocimiento de la diferencia y sobre por qué hay que garantizar la autonomía para decidir cómo y con quién convivir. 

En cambio, pareciera que aún no es posible cuestionar todo otro conjunto de trabajos, ni la riqueza que generan, ni su escandalosa acumulación en manos de quienes, dispuestos a preservar su lugar -y su derecho a no trabajar-, hasta podrían ceder pequeñas porciones, dádivas que no harán temblar el edificio de sus fortunas. 

En cierto sentido, las apuestas políticas que, desde una crítica al trabajo y a la productividad, nos proponen como proyecto emancipatorio un mundo en el que el acceso al dinero estaría asegurado al margen del trabajo, constituyen el resultado de un largo tránsito histórico. Este proceso, iniciado con la reorganización de la ofensiva del capital en los setentas que debilitó en todo el mundo la capacidad política y de movilización de las y los trabajadores, encontró en la caída de los proyectos socialistas modernos un signo al cual anclar la impresión de que ya no era posible imaginar alternativas superadoras de este orden social.

En el paisaje material que se ha desplegado desde entonces, categorías fundamentales como modo de producción, clase u organización colectiva han dejado de estructurar las preguntas que guían las apuestas emancipatorias. Su desplazamiento, junto con la tendencia a disociar el acceso a la riqueza de la participación en el trabajo colectivo, aparecen como síntomas del mismo movimiento de eternización del régimen vigente.

Cuando de vivir sin trabajar se trata, es preciso alumbrar quienes son los que sí lo consiguen, y buscar ahí las huellas del antagonismo que vale la pena recuperar.

Notas

  1. No será desarrollado en esta nota, pero es notable la segmentación de género de dichos discursos: mientras entre los traders, cryptobros son mayoría varones jóvenes, las que dominan los mensajes que vinculan dinero y espiritualidad son mujeres. ↩︎
  2. Para quienes puedan no estar familiarizades con esta idea, aquí un artículo (publicado, por cierto, en un diario financiero de Perú) lo presenta: https://elcomercio.pe/bienestar/crecimiento-personal/la-ley-de-la-atraccion-en-que-consiste-manifestar-y-como-hacerlo-noticia/ ↩︎
  3. Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, Elon Musk, director ejecutivo de Tesla, Jack Dorsey, cofundador de Twitter, y Marc Benioff, director ejecutivo de Salesforce, y otros han apoyado la propuesta y financiado estudios para mostrar sus buenos resultados. Ver, por ejemplo, https://www.nytimes.com/es/2024/07/22/espanol/renta-basica-universal-openai.html ↩︎

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