Se me pidió que presentara un libro que recién editamos en Chile entre la organización Oficios Varios y la Editorial Libros del Cardo, su nombre es “La magia del oficio, magia se queda” y es una compilación de textos que muestran parte de la obra mistraliana con relación a la noción de oficio. Libro en mano, intentaré abonar posibles salidas al concepto de trabajo dentro del capitalismo actual, e invitarles al fantástico mundo de los oficios, como una salida posible a este desastre en el que estamos inmersas. Como decimos en el prólogo: Esta es una selección de textos que trina desde el más allá, sin alarde y con valentía, nos regala sus palabras como coordenadas para encontrar una salida a esta catástrofe que hemos heredado. Reconocernos es el primer camino para comenzar a demarcar los límites de los espacios/tiempos en que el capitalismo no podrá entrar. No porque no exista, en el equilibrio el mal también cumple su rol, sino porque no tendrá permeabilidad, vamos aprendiendo a construir nuestras caracolas donde sus lógicas no podrán obrar.
Antes de comenzar, me gustaría dar un poco de contexto: el nombre que le dieron a Gabriela Mistral sus padres fue Lucila Godoy Alcayaga, nació el 7 de abril de 1889 en Vicuña, ciudad conocida como la capital del Valle de Elqui, sector nor cordillerano de la angosta franja de tierra que hacemos llamar Chile. Y murió en Nueva York, EEUU, el 10 de enero de 1957.
En 1922 dejó Chile para embarcarse a tierras mexicanas y nunca volvió a vivir en su país natal, sólo viajará en contadas ocasiones. En 1954 fue la última vez. En algunas oportunidades la escritora mencionó que ella pensaba que a Chile le servía más afuera que adentro. Como lo afirma Jaime Quezada, la autora fue “una mujer-ciudadana en su tiempo y ahora y en porvenir. Se diría, conciencia viva de una época que resume en sus recados y ensayos el ritmo vital de Chile, la faena de una América y la visión del mundo”. (Quezada, 1995:7)
Llegué a Mistral desde el tema de mi interés: los saberes y prácticas que se realizan desde hace muchos años en la humanidad y que se han traspasado generación tras generación entre las personas y comunidades. Me interesa cómo desde la oralidad y los gestos, las técnicas van guardando información por miles de años, información que tiene directa relación con nuestra forma de ser y estar en conjunto con el planeta. Cómo se van desarrollando conocimientos y nuevas tecnologías en relación con la naturaleza y nuestras necesidades humanas.
Cuando me refiero a saberes antiguos, intento llevar la atención hacia personas, manos, cuerpos que repiten técnicas que se comenzaron a desarrollar mucho antes de que Chile, como Estado, existiera y que siguen encontrando nuevas formas hasta el día de hoy. Son parte de memorias profundas. No debemos olvidar que esta forma en la que vivimos es muy reciente para este territorio y para nuestra especie: Chile tiene tan solo 224 años y los pueblos que transitaron por estas latitudes se muestran presentes a través de los hallazgos arqueológicos ya desde hace 12.500 años atrás. Además, si queremos ser más rigurosas, “El Homo Sapiens apareció como subespecie hace unos 200.000 años y salió de África y del Levante no hace más de 60.000 años. La primera evidencia de plantas cultivadas y de comunidades sedentarias aparece hace unos 12.000 años. Hasta entonces –es decir, el 95% de la experiencia humana en la Tierra– vivíamos en el seno de pequeñas bandas de caza y recolección, móviles, dispersas y relativamente igualitarias. Aún más destacable, para aquellos interesados en la forma de estado, es el hecho de que los primeros estados –reducidos, estratificados, recaudadores de impuestos y amurallados– aparecen en el valle del Tigris y del Éufrates solo alrededor del 3.100 a.e.c, más de cuatro milenios después de la primera domesticación de cultivos y del sedentario”. (Scott, 2022:23)
Hemos pasado más tiempo en el planeta caminando y tratando de comprender y aprender cómo los demás seres pueden relacionarse con nosotras, que en la vida que hoy conocemos dentro del sistema capitalista. El ser humano pasó miles de años indagando sobre cuál es la utilidad y el beneficio que nos puede entregar una planta, un árbol, un hongo, para nuestra alimentación o para la creación de utensilios y nuevas tecnologías. El cambio ha sido rápido. Es difícil comprenderlo en el espacio/tiempo de una sola vida, pero si nos permitimos leerlo dentro de nuestra mismas familias unas cuatro o seis generaciones anteriores –si podemos llegar tan lejos en el árbol genealógico– ya podríamos reconocer modos de ser y estar en el planeta de forma distinta.
Dentro de los muchos cambios que hemos experimentado, está la forma en que abordamos las ocupaciones cotidianas. ¿Para qué somos buenas dentro de la realidad en que nos toca vivir? No es lo mismo pensarme dentro de un grupo cazador recolector en algún lugar de América, que dentro de una familia heteronormada de clase media en la capital de un país de América: mis capacidad y talentos se desarrollarán de una forma distinta. ¿Cómo reconocerlos?, ¿cuánto tiempo le dedicaré a aprenderlos?, ¿cómo se pondrán al servicio de mi comunidad?, son algunas de las reflexiones y preguntas que nos hace Gabriela Mistral en sus textos.
La autora piensa la importancia de domiciliarse en el oficio propio para construir sociedades completas, en equilibrio. Por ejemplo, comparto algunas frases que ella escribe: “Que el oficio no nos sea impuesto: primera condición para que sea amado”; “Inténtese cualquier ensayo, cualquier aventura, para no continuar en el engaño del falso oficio, que nos dio un padre vanidoso, nada más que por ser el suyo o que nosotros cogimos aturdidamente, y por pereza dejamos sobre nosotros como el hongo muerto.”; “Eje de la vida, el oficio. Que las demás cosas, consideración social, dinero, etc., sean radios que de ahí partan”; “¿Se ensamblaron las piececitas del reloj o las del armario con escrupulosidad preciosa, como si cada pieza fuese a cantar el nombre del dueño?.”; “La mala distribución de los oficios —el que un carpintero esté encendiendo hornos y un peón nato, brusco, pesado y zurdo dé clases a los niños— viene a ser una de las primeras causas del malestar colérico que se siente en el mundo.”
Podría seguir con varias más, y todas van marcando el pulso de lo que significa el hacer para Gabriela Mistral. En sus textos deja de lado la idea de trabajo, habla muy poco de ella, y toma de manera persistente el concepto de oficio, intentando explicar el sentido de ocupaciones humanas que van más allá de esa rutina mecánica y esclavizante que se ha generado dentro del capitalismo. Ella habla de ese hacer antiguo, de esa devoción casi espiritual y mística con lo que hacemos, con esa entrega profunda a la materialidad y a aquello que se está transformando en el hacer. Es perspicaz con respecto a esa trampa que propone el sistema al momento de imponer falsos oficios –como les dice ella– en donde si no estás atenta, puedes quedarte atrapada en algo así como un esclavismo asalariado donde entregas tu tiempo, tu vida, para recaudar el dinero, pagar la vida y consumir en las mismas tiendas/pulperías que los dueños del sistema han construido.
En su época el capitalismo aún no llegaba a este punto tan espantoso que estamos experimentando hoy, se estaba incubando y comenzando a manifestarse a través del fordismo, en medio de guerras mundiales y profundas crisis económicas. Desde sus textos se puede distinguir ese limbo en donde se están presentando estos debates sobre el trabajo y el oficio, donde los seres humanos parecieran ser partes de una máquina en donde la ocupación del intelecto y la creatividad importa bastante poco. No así el hacer con un sentido más constitutivo de las personas: esta idea que ella dice de que tu oficio hable por tí, que desde cómo haces una silla, o dictas una clase, o cuidas la huerta, hable de tí, de tu ser, se está perdiendo entre la inmediatez de los tiempos y la necesidad del salario. Dice en su texto El Alma en la Artesanía, escrito en 1927:
¿Fue siempre el obrero una máquina desgraciada de cortar suelas de zapatos? ¿Entonces resulta pura fantasmagoría y pujo sentimental, el comentario que un Ruskin y otros han escrito sobre la artesanía, atribuyendo al autor del objeto hermoso alguna conciencia dichosa de lo que hace, algún gozo separado del salario, en su éxito sobre el cuero y la madera? ¿El trabajo manual sería, como afirmamos algunos de los vanidosos que garrapateamos sobre el papel, ejercicio corporal absoluto, como el del mulo en la noria, sin ninguna complicidad con el espíritu y el artesanato no tendría sino dos tramos de delicadeza sobre el aseo de las alcantarillas? Ruskin, la más noble mente que se ha ocupado del trabajo, interpretó este grande asunto de manera bien diferente. A mí se me vuelve absurdo que durante seis, ocho o doce horas el hombre pueda vivir sin una rizadura sobrenatural, con el alma colgada en un saco del que no la tomaría sino al caer el sol.
-El alma es incómoda para el peón y aun -me decía un amigo- para el artesano. ¿Qué haría con ella en algunas faenas que son inmundas, si hasta le estorban el olfato y el tacto?
-Pero el alma -le contestaba yo- no se cierra como una llave de agua, ni se la despide para trabajar como a una suegra molesta. Sólo porque ella está entrabada prodigiosamente con cuanto hacemos -hermosura o inmundicia- el trabajo es un asunto importante. A causa de que hoy formamos obreros a base de pura destreza de la mano o agilidad de los lomos, la artesanía, de la cosa digna que fue en la Edad Media, quiere acabar en una estúpida cuadrilla de caballos diestros. Por hacer del obrero una tuerca sobre una tuerca se ha caído en la división, a veces infame y a veces estúpida, de los trabajadores en manuales e intelectuales.
-¿Cómo puede el obrero que posee alguna religiosidad conformarse con dejar afuera de su trabajo su imaginación, sus amores, su moral, las excelencias de sí mismo?
La frase “Por hacer del obrero una tuerca sobre una tuerca”, recuerda a Chaplin y a su película Tiempos modernos, estrenada nueve años después de que Mistral escribiera este texto. Con un poco de imaginación y sensibilidad se puede sentir la atmósfera de época, el olor de las ciudades, la precarización de la vida y con ello el abandono de los oficios elementales por la necesidad de conseguir lo mínimo para sostener la vida. Una época en donde se comienza a intensificar la jerarquía de los saberes que trajo consigo una profundización de la desigualdad social y económica de la sociedad, no es lo mismo ser médico a zapatero, no es lo mismo ser profesor que abogado. Estoy de acuerdo con Mistral, fue infame y estúpido generar esas divisiones que tanto daño le han hecho a generaciones que han tenido que elegir su vocación por el dinero que dejará en sus bolsillos, más no por la satisfacción de su espíritu.
Como bien destaca Leonor Silvestri “la etimología de la palabra ‘trabajo’ para entender a qué condena perpetua se nos ha sometido. Del latín tripalium, método de tortura específicamente para esclavos durante la civilización romana. De quienes desean trabajar de lo que son o de lo que hacen, o ganar dinero haciendo lo que les gusta no vale la pena hablar porque ni realizar una tarea menos tortuosa que otras, o una que en un estado no mercantilizado cause placer, puede ser reivindicado a menos que se quiera reivindicar el trabajo, es decir el capitalismo. Decir que algún trabajo es bueno dentro del capitalismo es abonar a sus lógicas. El trabajo, cualquier trabajo, y todos ellos, además de antinatural es siempre fuente inagotable de explotación no solo de los seres humanos sino de todo lo que existe y como tal, es estúpido reivindicarlo solo porque algunas personas están sometidas – o someten- a condiciones de explotación menos desagradables que el común denominador”. (Silvestri, 2021:63)
Desde que Mistral escribió estos textos hasta ahora, han pasado 100 años, en los que veloz se ha instaurado el capitalismo en nuestras vidas, en lo más íntimo y profundo, tanto así que se nos hace difícil pensarnos fuera de él. Estamos en medio de una trampa que seguimos sosteniendo sin saber cómo salir. Muchas personas son capaces de desdoblarse al momento de trabajar, la mayoría va, cumplen sus horarios, y luego se apresuran para llegar a casa y ser realmente ellos, si es que pueden, ya que en muchos casos las labores de cuidado que esperan en el hogar se convierten en otro trabajo más que seguir realizando día a día, y así, se nos pasa la vida entre trabajo y trabajo.
En medio de esta crisis los textos de Mistral nos interpelan, nos preguntamos qué es lo básico que debe saber un ser humano en su vida, y cuánto de ese conocimiento tercerizamos en otros, sin hacernos responsables de aprenderlos y transmitirlo a las nuevas generaciones. ¿Será necesario que todo ser humano sepa sembrar sus verduras básicas?, ¿será necesario que un ser humano sepa recolectar las plantas medicinales que necesita específicamente para sus dolencias?, ¿será necesario que el tiempo de la vida tenga incluido el de las labores domésticas? Para que la vida no solo se trate de trabajar para conseguir dinero que intercambiamos por servicios de otras personas –a las que en muchos casos pagamos mal– porque consideramos que en la jerarquía de nuestras labores sociales sus tareas son menos importantes que un gerente de telecomunicaciones o un tecnócrata del Estado.
No soy de la idea de que todos tenemos que hacerlo todo, son diversos los oficios como los cuerpos, necesidades, e intereses de la humanidad. Pero si somos parte de quienes nos sentimos incómodas con el capitalismo en el que vivimos, si pretendemos mellar aunque sea un poco al sistema que nos tiene cooptada la vida, capaz debemos partir por dejar de creer que la vida solo es un intercambio de dinero por productos y servicios mal pagos y que funcionará así hasta la eternidad.
Imposible que todos migren de vida y piensen que este sistema está mal y equivocado, hay un grupo importante que está viviendo de sus beneficios como hijos legítimos del neoliberalismo. Sin embargo, quienes no nos sentimos cómodas, a quienes no nos termina de cuajar esta forma de vida, podemos seguir los gestos silenciosos y persistentes de quienes, como Mistral, han resguardado una verdad. No una verdad moral, sino una como cuando la mesa que tiene tres patas se logra parar, cuando el barro encuentra la cocción justa para convertirse en un cacharro, ese tipo de certezas, sobre las que nos deja señales entre los ritmos de sus palabras.
Cada texto tiene estos pedazos de verdad, donde nos va dejando advertencias, señales, nos toma la cabeza e indica dónde mirar y no distraernos de lo importante. El capitalismo lleva años fortaleciéndose, pero siempre serán menos que los años que llevan las prácticas y conocimientos antiguos que están arraigados a la tierra por las pisadas de cazadores recolectores que habitaron libres por estos paisajes. Aún existen muchas personas que realizan sus oficios con devoción y cariño, procurando entregar sus conocimientos de la mejor manera a la futura generación, son maestros y maestras, conscientes que esos saberes no les pertenecen solo a ellos, sino que deben también vivir en los cuerpos de otras personas para que perduren en el tiempo. Pienso en Juana Mendoza, Alfarera de Pomaire, o don Pablo Cayulef, Cestero mapuche del Llepu, ambos son un fiel reflejo de lo que Mistral describe sobre realizar un buen oficio.
Y aunque estos conocimientos han logrado persistir en medio de este sistema, la precariedad y las dificultades de su desarrollo pone en amenaza su permanencia, como ellos, existen varias personas en el país que persisten en resguardar y traspasar sus memorias. Los cambios en la vida, la rápida modernización de estos últimos cien años, las tecnologías, los medios de comunicación, han hecho que la vida cambie y sea difícil decidir dedicarse a estos quehaceres que se valoran poco, y entonces, no parecieran ser una actividad rentable para las futuras generaciones. Y si bien, el ser porfiado también se lleva en el cuerpo por vocación, es necesario alimentar, cuidar y fortalecer esos espacios en donde ese conocimiento sigue brotando, como un ojo de agua en la montaña, hay que reconocerlos, y procurar de forma solidaria todas las condiciones adecuadas para que se puedan seguir transmitiendo, para que las futuras generaciones encuentren el lugar donde aprenderlos. Que algunos conocimientos y sabidurías estén pasando por un momento complejo es un síntoma más de todo un ecosistema en riesgo, y no tiene que ver con una falta de compromiso de sus comunidades, ni de las familias que las han resguardado, sino con un sistema social-político-económico que se las ha hecho difícil. Sin embargo, ellos mejor que nadie saben que la memoria se lleva en el cuerpo, en los gestos, que los hilos se alimentan de miradas cómplices y vínculos de lealtad que existen entre las y los guardianes de estos conocimientos antiguos.
En estos años oscuros, que pareciera que hubiesen existido siempre, construir estos espacios y resguardarlos, insistir en habitarlos desde lógicas anticapitalistas, tejer con otros y otras, es a lo que nos interpelan estos textos. A construir cofradías con respeto a los antiguos, con espacio para las ideas nuevas, con visualización de futuro. Darse la oportunidad de encontrar tu oficio, ser libres y dueños de nuestros tiempos, sin caer en la vanidad del capitalismo, en la competencia ególatra. No olvidar cuál es el sentido, cuál era el sentido de esas poblaciones humanas que vivieron por miles de años sin rey, sin estado, sin presidentes, sin bancos, sin este mundo que hoy consideramos tan portentoso y permanente. Como nos recuerda el título del libro, “La magia del oficio, magia se queda” hay algo que circunda todos estos saberes y conocimientos, algo que no se puede explicar, que solo se siente en el ritmo del gesto, que da fuerza a quienes practicamos oficios en medio de este caos, ancestras como Gabriela Mistral sostienen esas ideas y formas a través de las palabras que nos dejan, las que intentamos recopilar en este libro y que de alguna manera, nos regala una mirada, una perspectiva, para no perder el camino.
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