Presentación
Este texto se adentra en una experiencia textil y organizativa que condensa décadas de saber popular, imaginación política y vínculos afectivos: las arpilleras de la Casa de la Mujer de Huamachuco. Además de una práctica artística o una herramienta de denuncia, las arpilleras aquí se presentan como un lenguaje colectivo que entrelaza memorias encarnadas, formas de cuidado y modos de hacer en el mundo. La Casa, construida y sostenida por mujeres pobladoras desde fines de los años setenta en el Chile dictatorial, no es solo un refugio ni un archivo visual en movimiento: es un eje central del feminismo popular, un lugar desde donde se ha tejido pensamiento, organización y comunidad.
Desde Huamachuco, el arte textil se despliega como una práctica situada, viva y profundamente entramada con la vida cotidiana, que cruza generaciones, saberes y temporalidades. Este ensayo reconoce y se aproxima a esa trama compleja en la que las mujeres narran lo vivido y tejen una vida en común desde el retazo, la puntada y el encuentro. Al rastrear la genealogía de las arpilleras de Huamachuco, este texto propone una lectura expandida del textil como práctica de cuidado mutuo, ética relacional y pensamiento colectivo.
Bordar desde el intersticio: genealogías del hacer común
La Casa de la Mujer de Huamachuco está emplazada entre el río Mapocho y el cerro Renca, en el extremo norte de Santiago de Chile. Es un lugar que ha sido —y sigue siendo— fundamental para el feminismo popular. Ahí, en los márgenes físicos y simbólicos de la ciudad, han emergido formas de organización colectiva y de trabajo que han ensayado otras formas posibles de producción y reproducción de lo común. En Huamachuco todo se ha construido desde abajo, desde cero, y a pulso.
La población comenzó a formarse a fines de la década de 1960, cuando grupos de trabajadoras y trabajadores empezaron a ganarle terreno a las antiguas chacras y viñas del sector. El sueño era construir una ciudad para quienes hasta entonces solo habitaban el despojo: una ciudad para superar el inquilinato, edificar una vida lejos del azote del campo chileno. Las mujeres, en particular, tuvieron un papel decisivo y poco reconocido: participaron en la demarcación de los terrenos, organizaron las tomas, pelearon por el agua, por el consultorio, por la escuela. Y además, entre los intersticios de una vida cruzada por el dolor y la lucha por la dignidad, en particular las mujeres de la Huamachuco, construyeron una casa donde las pobladoras podían y pueden construir tejidos de apoyo mutuo, de amistad, de creación artística y participación política. La Casa de la Mujer de Huamachuco, una suerte de institucionalidad pública-comunitaria que, emergida desde las entrañas de la vida popular, provoca una democracia y una economía de lo colectivo, desde las mujeres, con los niños y niñas, con las personas mayores, con los enfermos, contra la precarización del régimen neoliberal, en camino a la vida digna. Un proyecto político desde las mujeres populares.
Entre esas mujeres, Aída Moreno Reyes. Aída tiene una vida de lucha, y es una referente indiscutida del feminismo popular. Además de ser fundadora y dirigenta de la población y de la Casa de la Mujer de Huamachuco, en los agitados años 80, entre las movilizaciones contra la dictadura, Aída cumplió interesantes roles al interior del Movimiento de Mujeres Pobladoras (MOMUPO), una experiencia política y organizativa icónica del feminismo de clase en Chile, espacio que congregó especialmente a mujeres de la zona norte de Santiago. Surgido desde las poblaciones como respuesta a la crisis social y económica provocada por la dictadura cívico-militar, el movimiento impulsó una lucha multifacética: por la vida, por la democracia y por dignidad.
Aída suele referirse a los años de la Unidad Popular como “el veranito de San Juan”, esa temporada breve pero intensa en la que se abrieron posibilidades para ensayar otras formas de vida. Fue un momento en que se intentó, desde los intersticios del Estado y desde la fuerza organizada del pueblo, construir lo común: repensar la ciudad, redistribuir el poder y democratizar las instituciones. Pero como sabemos, ese momento fue brutalmente interrumpido por el golpe militar de 1973. Y como suele pasar en la historia de Chile, quienes se atrevieron a desafiar los privilegios de las clases dirigentes lo pagaron caro.
La población Huamachuco fue fuertemente golpeada por la represión. Los allanamientos, las desapariciones, la militarización del paisaje y el hambre marcaron una época de profundo dolor y sufrimiento social. En ese contexto, entre la precariedad y el miedo, las mujeres comenzaron a articular redes de apoyo. Echaron mano a la memoria organizativa de los sectores populares en la ciudad y surgieron con ello las ollas comunes, redes de cuidado y formas de subsistencia, pero también nuevas formas de expresión creativa y política. Entre aquellas luchas, las arpilleras emergieron como un modo de narrar lo que estaba ocurriendo, pero también como un lenguaje propio que articulaba dolor, denuncia y deseo.
La Casa de la Mujer de Huamachuco nace en vinculación con la iglesia de los pobres, particularmente con la capilla Jesús Carpintero de Renca en 1977, donde las mujeres comenzaron a ser capacitadas por la Vicaría. En 1978 se formó el Grupo de Mujeres de Huamachuco, y en 1989 lograron constituir formalmente la Casa de la Mujer. En 1994, se levantó la sede actual en la Población Huamachuco II: la recuperación de un antiguo supermercado, llamado Auco, que había funcionado durante la dictadura y permanecía abandonado. Fue al igual que la arpillera una práctica hecha y basada en el reciclaje, en el recuperar y transformar el valor de uso de las mercancías.
La Casa es hoy un nodo fundamental para la formación, el cuidado, la solidaridad y la reflexión política de las mujeres de la zona norte de la capital; la Casa ha sido y sigue siendo un lugar donde se producen otras formas posibles de vida. Democratiza el Estado desde abajo y hace de lo comunitario un modelo de hacer política, todo articulado y dirigido por las mujeres pobladoras.
La historia de la Casa de la Mujer de Huamachuco se entreteje con los talleres de arpilleras organizados por la Vicaría de la Solidaridad en los años más duros de la dictadura. Estos talleres, orientados principalmente a mujeres familiares de detenidos desaparecidos, se transformaron en espacios de contención emocional, memoria compartida, trabajo colectivo y subsistencia económica. Las mujeres comenzaron a bordar, a retazar, a coser lo que vivían: allanamientos, toques de queda, hambre, violencia, pero también escenas de cuidado, solidaridad y lucha.
Las arpilleras funcionaban en ese entonces como una tecnología de cuidado y de memoria. Dieron voz a quienes estaban excluidas de los discursos y también generaron ingresos económicos para muchas familias sin sustento. En cada puntada, en cada retazo de tela, se tejía una experiencia encarnada del dolor y la esperanza: una política situada del cuerpo y de lo común. Claro que, por esos años, todo ocurría bajo la clandestinidad y el anonimato. Las arpilleras fueron fuertemente perseguidas durante la dictadura; se las consideraba antichilenas y subversivas. Las redes de solidaridad nacional e internacional fueron vitales para posibilitar su circulación.
A pesar de todo, ese común se expandió. Se articularon intersticios de lucha y creatividad. Aída conoció la arpillera entre las búsquedas por la vida digna y la memoria. Una serie de articulaciones probables e improbables, una multitud de cortes agenciales de la lucha contra la dictadura, el breve pero expansivo encuentro entre Aída Moreno y la artista y tejedora Valentina Bone, una de las impulsoras clave de la arpillera como dispositivo estético fundamental de las mujeres durante dictadura. Desde la Vicaría de la Solidaridad, Valentina desarrolló la técnica de las arpilleras tal como la conocemos hoy, recombinando saberes textiles inspirados en la mola del pueblo Guna y en el patchwork. Con materiales precarios, sacos de harina, restos de telas industriales y ropas usadas, se configuró un lenguaje visual propio que se inscribió en la larga tradición textil de América Latina. Las imágenes creadas dieron forma a una estética popular, política y profundamente feminista.
Hoy, a más de cuatro décadas desde su fundación, la Casa de la Mujer de Huamachuco sigue activa. Los talleres de arpilleras no son solo una memoria del pasado: son una práctica viva que se proyecta desde las urgencias del presente. Frente a la marginalidad urbana, la violencia patriarcal, la precarización de la vida y la desposesión neoliberal, las mujeres pobladoras han sostenido este espacio como un lugar de encuentro, cuidado mutuo y producción simbólica. Las arpilleras siguen bordándose allí: como archivo, como denuncia, como sueño. Como una práctica intersticial que se despliega entre la Casa, los talleres grupales y los espacios individuales de creación. Y como ocurría durante la dictadura, hoy también las arpilleras circulan por Chile y fuera del país. A partir del estallido social de 2019 han retomado un nuevo impulso, fuerza y reconocimiento.
Sujetos textiles y heridas abiertas
Las arpilleras no son simplemente objetos visuales ni piezas artesanales con valor documental. Son materia actuante en el mundo: sujetos textiles, ensamblajes materiales cargados de memoria, afectos y luchas. No se trata de representaciones estáticas, sino de prácticas vivas, abiertas, en constante formación. Cada puntada, cada elección de tela, cada composición cromática y narrativa configura un gesto que comunica, afecta y tiene el potencial transformador.
Las arpilleras, entonces, portan agencia: no solo dicen, también hacen. Actúan sobre quienes las contemplan, evocan historias, interpelan emociones, provocan reflexiones políticas. A diferencia de una obra que busca únicamente ser mirada o conservada, las arpilleras exigen ser leídas como ensamblajes sociales y materiales, como dispositivos sensibles que condensan relaciones históricas, afectivas, económicas y espirituales. Son al mismo tiempo gesto, denuncia, memoria, subsistencia, consuelo, cuidado y archivo.
Pero esta agencia no reside únicamente en la intención de quien borda. Está también en la materia. El algodón, los restos de la industria textil, los hilos recuperados, las camisas y sacos que forman la base de cada pieza tienen trayectorias propias. Traen consigo historias de explotación colonial, de circulación global, de trabajo precarizado. La materia no es muda: porta memoria. Por eso, las arpilleras no solo narran a las mujeres que las crean, sino también a los materiales y mundos que las componen, abriendo un campo de significados que desborda el gesto individual o el mensaje figurativo de su composición.
Desde esa mirada, y en una clave especulativa, propongo situar las arpilleras dentro de una genealogía más amplia: la de un cuerpo textil americano. Una historia continental en la que los textiles no son solo técnica o adorno, sino también formas de conocimiento, sistemas de memoria, cuerpos actuantes. Como ha señalado Elvira Espejo Ayca, en el mundo andino los textiles no se cortaban: no existía la tijera. El textil se tejía como una totalidad orgánica, resultado de un proceso productivo que integraba técnica, estética, trabajo y vidas más que humanas. Las tijeras llegaron con la colonización. Cortar fue herir el cuerpo textil. Desde entonces, zurcir puede entenderse como un acto reparativo.
En ese sentido, cada arpillera puede ser pensada como una sutura. La puntada base de la técnica recuerda a las suturas médicas: cierra una herida, pero la deja visible. Las junturas no se ocultan, se muestran. Hay una belleza terrible en esa visibilidad, en esa insistencia de la forma sobre la cicatriz. Las arpilleras son, así, prácticas de reparación, no en el sentido de restaurar un estado anterior, sino de componer nuevas posibilidades desde el daño, el quiebre y el retazo.
Las mujeres pobladoras que bordan arpilleras emergen como reparadoras de esta herida. Mujeres mestizas que, desde el Chile profundo, ejecutan una técnica textil que no solo denuncia, sino que también proyecta. Desde los cuidados, el dolor y la imaginación, rehacen el mundo, o lo intentan. Como propone Silvia Rivera Cusicanqui, la herida colonial no es un evento del pasado, sino una condición activa del presente en el régimen neoliberal de la vida. En cada arpillera coexisten imágenes, memorias, temporalidades superpuestas. Son capas que no se borran, sino que se sostienen entre sí desde el retazo y la puntada.
Valentina Bone, quien impulsó los talleres de arpilleras en la Vicaría de la Solidaridad, comprendió esto profundamente. Su propuesta estética no fue decorativa ni asistencialista. Inspirada en las molas del pueblo Guna y en el patchwork, trazó una línea bajo la influencia de la Escuela de Artes Aplicadas y el modernismo latinoamericano. En una entrevista para la revista Bicicleta, Valentina señala:
“Nací en Chile, un país de cordillera, trescientos años de lucha no nos pusieron a salvo de la conquista, y la independencia del dominio español tampoco nos puso a salvo de la demencia”. (Valentina Bone, 1984)
Podemos intuir en sus palabras una perspectiva que hoy llamaríamos descolonizadora. En sus reflexiones y prácticas, cosa poco común en la intelectualidad chilena de la época, se agitaba una crítica anudada a siglos de historia. No se trataba solo de la dictadura, sino de una experiencia autoritaria que para Bone se ramificaba en la conquista y su demencia. Un marco temporal ampliado, donde la lucha y la muerte se despliegan cronológica e históricamente. Lo que hoy denominamos continuidad colonial. Desde ese ángulo, que las arpilleras hayan tenido como inspiración las molas del pueblo Guna recobra un sentido profundo y ampliado.
Los Guna, pueblo que actualmente transita entre Panamá y Colombia, han desarrollado un arte textil que ha sido profundamente patrimonializado. Han debido luchar para evitar su apropiación estética por parte de la gran industria textil. Mediante retazos del textil industrial, han compuesto visualidades policromáticas que representan sentires, paisajes y temporalidades. Entre las molas y las arpilleras existen afinidades técnicas y procedimentales que refuerzan la articulación planteada por Bone.
Sabemos que, antes de bordar sobre los textiles, los Guna plasmaban su imaginería sobre sus propios cuerpos. Luego, con la colonización, la trasladaron al textil. En ese gesto hay una herida. Un fragmento textil, en América, es siempre también manifestación de una herida. Bordar esos fragmentos es un gesto múltiple. Las junturas entre paño y paño son visibles tanto en las molas como en las arpilleras. Una cicatriz dibujada con hilos, una nueva composición visual que a la vez crítica y anuncia, que devela y repara. Pero por sobre todo se deja ver la apertura de la herida, de la herida colonial, dictatorial y neoliberal que atraviesa la vida cotidiana de las mujeres populares.
Crianza mutua, cuidados textiles: una ética desde el intersticio
En las arpilleras de la Casa de la Mujer de Huamachuco no solo se borda la memoria de un pasado y un presente herido. También se cuidan los lazos, se sostienen los cuerpos, se produce una ética de la vida común. El trabajo que se realiza allí es profundamente político, pues implica organizar lo cotidiano, atender a lo frágil, sostener redes que desbordan la lógica del capital y amplían las posibilidades de lo público, entre lo comunitario, lo autónomo y lo estatal. En ese sentido, es una forma de hacer mundo, de imaginar otros modos de habitarlo.
Desde hace años, las mujeres de Huamachuco sostienen este espacio con amor, con trabajo invisible, con tiempo robado al cansancio. Es una casa viva, un refugio, un lugar de encuentro, de preguntas, de ensayos. En ella se experimentan otras formas de lo común: no el común abstracto de la teoría política, sino el común hecho a mano, zurcido con paciencia, habitado desde la precariedad y desde la dignidad.
La noción andina de uyway o uywaña, recuperada por Elvira Espejo Ayca, investigadora del textil andino, ofrece una clave potente para pensar estas prácticas. Se trata de una forma relacional de crianza mutua, donde lo humano y lo más que humano se co-cuidan, se afectan y se transforman. En esa lógica, los textiles no son cosas, sino seres que acompañan, que enseñan, que requieren cuidado y, a su vez, cuidan. Las mujeres no solo bordan las arpilleras: también en algún sentido son tejidas por ellas. Hay una relación ética, afectiva y material que transforma la producción textil en reproducción de la vida.
En sus investigaciones, Elvira Espejo propone comprender el textil como sujeto y objeto de conocimiento. Las técnicas andinas de tejido reflejan estructuras sociales, conocimientos técnicos y visiones del mundo. Desde aquí es posible comprender otros modos creativos, sobre todo cuando los cuidados mutuos se expresan en el arte: yanak uywaña, o crianza mutua de las artes sostiene Elvira Espejo. En esa clave, creo que existe un vínculo intersticial entre las mujeres pobladoras y las arpilleras: una relación que cuida y a la vez genera pensamiento, afecto y colectividad.
Esta perspectiva desborda la concepción tradicional del cuidado como mera reproducción de la vida o como tarea naturalizada de lo femenino. Aquí, cuidar no es simplemente sostener lo ya dado: es crear las condiciones para que algo nuevo emerja. Cuidar es imaginar, insistir y reparar. Así, el cuidado se vuelve una forma posible de vida en medio de la precariedad, la desposesión y la violencia.
El cuidado, desde esta mirada, es complejo, ambiguo, contradictorio. No es un lugar limpio ni puro: se teje en la tensión, en la fragilidad, en el entre. Es pensar en el cuidado desde la herida, lo contradictorio y lo impuro. En este sentido, el textil aparece no solo como soporte, sino como práctica.
La Casa de la Mujer de Huamachuco nos enseña que el cuidado no es un suplemento de la política: es su núcleo. Lo que allí se hace —bordar, cocinar, acompañar, llorar juntas, pensar, organizar talleres, criar niñxs, denunciar, recordar— no es trabajo “femenino”: es trabajo del mundo. Es trabajo de comunidad, de sobrevivencia digna, pero también de imaginación radical. Es, al mismo tiempo, una práctica epistémica y cosmológica que produce saberes desde los márgenes: saberes sobre el tiempo, el cuerpo, la pérdida, el deseo y el sentido.
En ese gesto cotidiano de cuidar —a otras, a las telas, a los recuerdos, a la posibilidad de seguir imaginando— se configura una ética desde el intersticio. Una ética no codificada ni formalizada, pero profundamente sentida. Una ética que se transmite en la práctica, en la escucha, en la atención al detalle, en la disposición a reparar. En lugar de cortar lo dañado, se zurce. En lugar de reemplazar, se cuida. En lugar de olvidar, se recuerda de otra manera.
Las mujeres de Huamachuco cuidan bordando, haciendo política, gestando talleres, abriendo espacios de formación y encuentro. Son tejedoras de lo común. Desde ese quehacer nos muestran que otra política es posible: desde el retazo, desde la herida y desde la esperanza a pesar de todo. Allí, el oficio dignifica no solo por la destreza manual que implica, sino porque crea valor social, genera comunidad y proyecta futuros posibles. Cada puntada afirma una ética relacional que no huye del daño, sino que lo reconoce, lo trabaja y puede transformarse en gesto común.
A modo de cierre dejo el extracto de un poema escrito por Aída Moreno en 2019, después del estallido social en el marco de un taller grupal sobre las arpilleras y la historia de la casa.
Simbiosis
Déjame que te nombre, amiga y compañera
despertar de mis sueños, de mariposas libres
caminaste conmigo, en las noches sin velas
a oscuras te bordaba, cantando mi esperanza
“Lo veré llegar
más allá del silencio
lo veré sembrar, en la tierra muerta”
Muchas veces tuve que esconderte
enterrarte en la tierra, porque te perseguían
pero luego brotaban tus gritos libertarios
y volviendo rebelde
No pudieron callarte
hoy eres emblema, mi amada compañera
Renacer con más fuerza un 18 de octubre
reviviste en las telas, uniéndote a los gritos
apoyando a tu pueblo, apoyando en la lucha a los jóvenes
aclarando que no son 30 pesos sino años de esclavos
despertar es preciso y urgente compañera
Aída Moreno Reyes
Arpillerista y presidenta de la Casa de la Mujer de Huamachuco
Renca, 2019
(publicación autorizada por la autora)

Taller de arpillera durante la década de 1980. Archivo Histórico de la Casa de la Mujer de Huamachuco

Participación en las jornadas nacionales de protesta, década de 1980. Archivo Histórico Casa de la Mujer de Huamachuco

Taller de arpillera realizado por Aída Moreno en la Población Primero de Mayo de Renca, año 2023.
Archivo Histórico de la Casa de la Mujer de Huamachuco

El proyecto urbano de Huamachuco. Arpillera realizada en la década de 1990. Varias autoras.
Archivo Histórico de la Casa de la Mujer de Huamachuco

Arpillera de Aída Moreno Reyes, 2023.
Bibliografía
- Agosín, M. (1987). Scraps of life: Chilean arpilleras. Williams-Wallace Publishers Inc.
- Anich, S. (2019, 3 de octubre). La desconocida heroína tras el arte de las arpilleras en Chile. The Clinic. https://www.theclinic.cl/2019/10/03/valentina-bone-la-desconocida-heroina-tras-el-arte-de-las-arpilleras-en-chile/
- Arnold, D. Y., & Espejo, E. (2013). El textil tridimensional: La naturaleza del tejido como objeto y como sujeto. Fundación Interamericana/Fundación Xavier Albó/Instituto de Lengua y Cultura Aymara.
- Espejo Ayca, E. (2024). Yanak Uywaña: La crianza mutua de las artes. Kikuyo Ediciones.
- Pérez A., J. (2023). Golondrinas que hilvanan primaveras: Semblanza histórica de la Casa de la Mujer de Huamachuco, Renca. Edición independiente de la Casa de la Mujer de Huamachuco.
- Pérez-Bustos, T. (2021). Gestos textiles: Un acercamiento material a las etnografías, los cuerpos y los tiempos. Universidad Nacional de Colombia.
- Rivera Cusicanqui, S. (2010). Ch’ixinakax utxiwa: Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores. Tinta Limón.
0 comentarios