Agroecología en los intersticios

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Escribimos este texto a cuatro manos, acompañado por el relato y el registro audiovisual de la experiencia en el taller en que participamos desde el 2023 ante la invitación del Ingeniero Agrónomo Antonio Lattuca a concretar un proyecto de capacitación en el oficio de producción de alimentos sanos.

Alrededor de la zona portuaria de Rosario, sobre las barrancas del Río Paraná, en un predio de quinientos metros cuadrados cedido por el “viejo Sunderland Bar” —según indica la inscripción de su fachada— que es el restaurante que también nos acoge cuando nos reunimos. Nos encontramos lunes, miércoles y viernes de dos a cinco de la tarde. El curso se plantea por el término de diez meses, a partir de abril, con la finalidad de lograr una formación en el oficio de huertero/a, una capacitación en la producción hortícola y de jardinería. Los y las talleristas, jóvenes y adultos de barrios carenciados, deben tener un 80% de asistencia y cuentan con becas que padrinos y madrinas pagan mensualmente. Se trata de aportes de particulares y empresas. Una propuesta dos veces terrestre y mundana: por situarse en los márgenes urbanos y por vincularse con modos cotidianos de producción simbólica y artesanal. En tanto materia viva, la huerta es una comunidad de elementos minerales, organismos animales, vegetales y restos del consumo humano; capas en imperceptible movimiento desde hace miles de años que registran las transformaciones químicas de nuestro planeta.

El trabajo en común y el acondicionamiento del terreno constituyeron las tareas inmediatas necesarias para comenzar. En cada encuentro se formula la necesidad de tener siempre la posibilidad como horizonte, asumir las tensiones y dificultades, ver cómo hacer para que ellas no frenen el proyecto. Todos los días enfrentamos desafíos, algunos previstos y esperables, otros no, como el tener que lidiar con gallinas y gallos que nos visitan y desarman lo que armamos, la sombra que en el invierno nos molesta y no deja germinar a las semillas, el frío que nos obliga a buscar lugares protegidos para que puedan recibir luz y calor. La huerta condensa una promesa de frutos por venir que exige esfuerzos y cuidados, compromiso y constancia.

El curso comenzó con siete jóvenes y adultos, y al mes se incorporaron doce más, referidos por los y las talleristas. Nos sorprendimos con su interés, su entusiasmo por el trabajo concreto de preparación de los canteros y limpieza del espacio. La camaradería y solidaridad, su inventiva e imaginación para resolver los problemas, adaptar elementos hallados en el terreno para las tareas que se necesitan, la búsqueda y utilización creativa de materiales de desecho. Estamos hablando de la transformación de un espacio, de trabajo colectivo, de compartir saberes desde una horizontalidad y de territorializar una práctica artística en el trabajo de la huerta con nuestras manos.

La actividad es coordinada por docentes formados en la producción agroecológica y en los principios de la biodinámica, ingenieros agrónomos o no, y otros que venimos de las humanidades y las ciencias sociales. ¿Qué hay más allá de las parcelas que nos imponen las disciplinas y sus conceptos universalizantes que nos alejan del gesto de vincularnos a percepciones diferentes y no nos permiten atender a las interacciones entre organismos? Diferentes formas de conocer. Aprender de saberes ancestrales y de otros más académicos, de las relaciones de la vida con el sol, la luna y los planetas, con el cuidado y los ritmos de la naturaleza donde somos uno más, no el centro. Comprender las relaciones y los ciclos de esas fuerzas que permiten la vida, y que nos plantean la necesidad de los cuidados, una responsabilidad que debe sostenerse aún en la espera de los tiempos vitales mientras nos vamos relacionando con la tierra en un mutuo reconocimiento. A medida que transformamos el entorno, vamos transformándonos a nosotros mismos, interactuando con materia que va modificándose.

Las actividades que requiere la huerta son múltiples: desde el trabajo de la tierra hasta la siembra, la cosecha y la elaboración de bio-preparados. El taller-huerta es una experiencia de trabajo y de vida donde se desarrollan, entre otros, la paciencia y la perseverancia, pero también la observación y el cuidado. Sembrar y cosechar, diseñar el territorio, preparar el suelo y conocer los distintos tipos de semillas, las diferentes plantas según las estaciones, las necesidades de cada una, la influencia del sol y de la luna para su crecimiento, requiere de múltiples saberes y temporalidades. Una dimensión anacrónica con respecto a la velocidad de la obsolescencia planificada, característica del tiempo de producción y consumo capitalista. Generar al ritmo del cuerpo y la sensibilidad equivaldría a la sugerencia de Suely Rolnik sobre “no atropellar el tiempo propio de la imaginación creadora, para evitar el riesgo de interrumpir la germinación de un mundo”. La producción no seriada, pero tampoco original en los términos de los valores del arte moderno occidental, resulta en un proceso actual de reducción de estos lugares. Del mismo modo, la dimensión “micro” del cosmos huertero resulta en una indiferencia de las utopías sociales, más preocupadas por la agrupación masiva de los movimientos organizados. Quizás, solapadamente, la propuesta del taller consiste en dejar de producir utopías para habitar estos lugares de otra manera.

Lo que decidimos sembrar, comer y cómo hacerlo es político. No se trata sólo de sembrar, sino de todas las relaciones que este sembrar habilita. El taller-huerta es también un proceso social que se abre en múltiples escalas en relación a los vínculos que se crean al cultivar juntos, en transformar un espacio juntos, en compartir herramientas juntos, en charlar y comer juntos una merienda que nos da el restaurante al terminar la jornada. Un taller-huerta que se va construyendo día a día, donde las vivencias de cada uno van generando una trama que articula distintas experiencias de vida. El trabajo con la tierra, el olor a la tierra mojada, al compost que va mutando en sus entrañas, la pequeña semilla que espera ser plantada para abrirse y empujar la superficie, que reacciona con nuestras palabras y la caricia del sol, la energía y la fuerza de la luna, el viento y los pájaros que la acompañan. 

Una imaginería estético-afectiva. La potencialidad de simbolizar amplía los problemas a las fugas de sentidos teóricos de la materialidad, enlazando ahora con las nociones relativas a las prácticas de producción cultural. En el modo de vincularse y de construir en conjunto se encuentran la estética y la ética. La semilla como un archivo, nosotros como archivos. Las semillas llevan impresas las huellas y marcas del trabajo humano ensambladas a las materias de los sedimentos del barro, el compost y la bosta con la que se mezclan. Los límites entre los cuerpos aparecen más perceptiblemente difuminados mediante la tarea artesanal de enterrar no ya los monumentos producidos por la sociedad industrial que impresionan por su tamaño y por la rapidez en que devienen ruinas del capitalismo, sino una semilla. Enterrar no ya como proceso entrópico: poner el foco en el proceso de la destrucción material, en la finitud y la agresión, conlleva una fuerza reactiva. 

Escuchar, en cambio, el ruido de las asadas intentando romper resistencias, limpiar escombros, cuando el sonido nos alerta de una dureza extraña. Se doblan los cuerpos, se esfuerzan por penetrar la tierra, se agachan para pulverizar terrones y regar para dejar ingresar el líquido en su interior. El trabajo con estas materias expande “el saber eco-etológico (…) a lo largo de nuestra existencia: la experiencia del mundo en su condición de viviente, cuyas fuerzas producen efectos en nuestro cuerpo, el cual pertenece a esa misma condición y la comparte con todos los elementos que componen el cuerpo vivo de la biósfera”. El taco de reina comienza a avanzar en el cerco de alambre y lo adorna con hojas nuevas y tira lazos para enredarse con las habas que comienzan a asomar después de unos días fríos y sin sol. Cada semilla requiere sus cuidados, no todas se siembran a la misma profundidad ni a la misma distancia, algunas necesitan más riegos y otras menos, más sol y luz y se retuercen y mueren si no sabemos leer sus necesidades. El compost que transforma los restos de basura en tierra negra, hermosa al tacto, al olfato, preciosa para dejarla deslizar entre los dedos.

El arte como una ecología de saberes y prácticas. Como una especie de baile que se realiza a través de sensaciones, movimientos y creaciones. Continuidades y rupturas que componen un tejido conceptual y prácticas que se van articulando en un hacer que cambia con los diferentes momentos y percepciones en juego. Los y las cursantes crean coreografías con sus movimientos para roturar la tierra, se crean y recrean rítmicas diversas que se alargan con la azada. Desde que se repartieron las parcelas individuales y se delimitó la huerta comunitaria hay más entusiasmo, más energía, una sensibilidad diferente recorre las conversaciones y poco a poco podemos hablar de un grupo polifónico que crea su propia música. Frases sueltas van armando un tejido de historias personales y sus voces van contaminando y ablandando asperezas y diferencias. El grupo va transformando este taller en un evento, un acontecimiento que se despliega más allá de sus acciones y echa a volar en sus voces y los sonidos de los golpes que roturan, alisan, siembran y riegan. 

Crear un taller requiere de colaboraciones, trabajar a partir de las diferencias. ¿Cómo nos transforma el hacer y aparecen nuevas formas de relacionarnos? Empezamos a comprender las articulaciones entre los seres vivos y las cosas en ecologías cambiantes donde ya no existen las parcelas segregadas del conocimiento y la investigación. El encuentro productivo surge cuando se practica la escucha, cuando se aprende que hay muchas maneras de hacer y se reconocen las diferencias como punto de partida de un trabajo común. Un lugar de aprendizajes mutuos, un espacio de formación y encuentro, de intercambios, de conversaciones y de trabajo profundamente político.

Ver también: Programa de visionado: «Huerta y comunidad», 2025

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