Hay un relato inaugural acerca de ¿Qué pasó en Curuguaty?, y un documento –entre otros tantos– que se inscribió como un aval; instituido como oficial, el primer relato de la masacre fue arrojado con el inequívoco revestimiento de veridicidad instaurado por el documento de apoyo: un video filmado por un policía del Grupo Especial de Operaciones (GEO); la impericia del pulso, el foco de la tensión distante del lugar de captura. Pero, desmontando el documento para desarmar las garantías de verdad que con él se fundaron –porque nada se ve, o porque se ve mucho más–; sea completando la imagen de aquello que no se muestra, de aquello que no se sabe, hay relatos diferentes cuyo mínimo peso parecería no poder competir con el peso del aval documental, pero que de todos modos han inscripto dudas, han forzado oscilaciones en el discurso: han instalado en el imaginario colectivo lo que pasó en Curuguaty, en clave de interrogante, no de afirmación.
Desde las primeras horas después de los sucesos de Curuguaty, el arte y lo poético estuvieron presentes como reacción, pero también como instrumento catártico y de contención.
Ahí, donde se fabrican las justicias oficiales, una enunciación como la artística seguramente no tendría cabida, no es prueba de nada; pero querés imaginar que esa horizontalidad que se le atribuye al arte contemporáneo como una búsqueda resignificadora de su lugar en el mundo de las mercancías imaginarias, sea capaz de producir un permear de sentidos en territorios específicos, abriendo allí zonas de poda, zonas de turbulencia.
Ego video: yo veo
Se podría realizar una periodización de la aparición del autor sobre el dispositivo representativo. Uno de los antecedentes más paradigmáticos lo constituye el cuadro Las meninas, de Diego de Velásquez, datado en 1656, y que se trata de una de las obras maestras del Siglo de Oro Español. En Las palabras y las cosas (1966), Michel Foucault inspecciona con detalle la pintura. Se suele ponderar la anticipación realista de la obra, sin embargo, Foucault se detiene en otros aspectos y señala el estatuto de invisibilidad doble del objeto representado en la misma –en la que, sin embargo, sí está representado el pintor; es decir, el autor–: el objeto central de la representación –que para Foucault sería el espectador– estaría liberado de la representación en su forma aparente, pero posibilitaría otras formas de conocimiento y realización, apelando, a través de un medio visual, a un plano invisible de la representación. Se podría decir: en ocasiones, lo representado en una imagen no tiene una apariencia visual; lo representado se encuentra fuera de cuadro, fuera de campo o fuera de foco, excede las orillas de la imagen, solo se llega a ello por las vías de la imaginación, que es un acto creativo.
El artista Osvaldo Salerno ha elaborado múltiples sudarios. Acaso rebelándose a una tradición del grabado en Paraguay –que tuvo a mediados del siglo XX un repunte, a través de diversos talleres dictados, entre otros, por Livio Abramo–, rechazó las matrices talladas y comenzó a imprimir objetos –candados, ventanas desarticuladas–; estas matrices encontradas fueron empleadas como dispositivos para reflexionar sobre condiciones de enclaustramiento y liberación –determinadas, con seguridad, por la atmósfera violenta de los años dictatoriales de Stroessner–, y también como dispositivos para reflexionar en torno a las identidades flexibles. Posteriormente, Salerno pasó a imprimir cuerpos entintados sobre papel y lienzo, con los consecuentes efectos de negativización/positivización que la matriz-cuerpo opera sobre la superficie a medida que deja su huella. En su serie de sudarios para los huelguistas de Curuguaty, de 2013, Salerno dispone tejidos blancos e inscribe a una cierta distancia –mediada por un acrílico– las dedicatorias inscriptas e invertidas, también en color blanco. Hay aquí una ligera alusión al negativo, pero también una apelación a la aproximación y la empatía: el texto solo se vuelve legible desde cierta cercanía, y obliga, a su vez, a ponerse en el lugar destinado al que padece, dramatizando una torsión identitaria que deforma momentáneamente las posiciones.
Una inquietante reflexión en torno a la empatía y la identidad es la que se presenta también en la obra audiovisual de Hugo Giménez; quizá quien haya trabajado con más insistencia desde el audiovisual a partir de la masacre de Curuguaty, en ensayos audiovisuales como Sin felicidad (2012) –obra en la que especula a partir de una fotografía del operativo en Curuguaty–, en donde cita al Chris Marker, de San Soleil, y el Je vous saluie Sarajevo, de Jean-Luc Godard; o en Las imágenes también mueren (2012), donde cavila sobre el estatuto de las imágenes que proliferan y son puestas en circulación: imágenes susceptibles de memoria y olvido. En Fuera de Campo (2014), Giménez mira –como el policía del GEO, pero distinto, en primera persona–. También su mirada viene de un afuera, y se enfrenta al tumulto de tensiones y presencias cuya inscripción en nuestra memoria se demora atrapada en otra inestabilidad: la de la duda. Así, al igual que la voz del policía del GEO, que mientras registra el espacio, comenta, jadea y emite quejidos, Hugo Giménez injerta en esas imágenes que nos alcanzan y en las que es posible ver su mirada, su voz. Lo intrigante de esa voz también es su inestabilidad. A medida que avanza el film, las voces de los testigos –las de aquellos que han visto pero que también han sentido en carne propia los disparos de bala y los disparos de cámara que expusieron sus cuerpos y sus consciencias– son de pronto interceptadas por una voz reflexiva que piensa tanto el estatuto de esas imágenes previas, como la propiedad de su mirada –esa que, como decíamos, desde un afuera del campo va al “campo” para mirar, contar algo y permitir que el adentro le cuente algo–. En el documental, Lucía Agüero habla de un miedo a la muerte, de la muerte como una amenaza constante, ya no venida solo desde fuera del campo, sino que ahora en el interior mismo de su voluntad y su ánimo. Habiendo sobrevivido a un disparo y perdiendo a su hermano en Marina-Cué, Lucía Agüero también reconstruye y sutura heridas a través de imágenes. Ella es hoy –quizá no desde las categorías hegemónicas– una artista. En su cuaderno del tipo universitario, de una raya, hay escenas del campo, y también la imagen de su hermano, todas dibujadas por ella; ella también dibuja en la tierra, con los dedos; ella también toma fotografías con su cámara; apunta en ese, su archivo precario, nombres y fechas: crea su propia documentación para inscribir en la memoria lo que pasó. En ese archivo, ella despliega su pulsión archivolítica: allí está inscripto no sólo “¿Qué pasó en Curuguaty?”, sino también “¿Qué me pasó a mí, Lucía Agüero?”. Los pueblos están desfigurados en tanto sus imágenes han sido sometidas por los poderes hegemónicos de producción simbólica a desfiguraciones, estereotipos, negaciones e invisibilizaciones, que han deformado sus identidades para convertirlos en enemigos. Es cierto que los medios de puesta en circulación de la imagen no se han democratizado, pero, poco a poco, los medios de producción de imagen alcanzan cierta democratización: Lucía Agüero también fotografía, y Hugo Giménez termina atrapado por su pulsión documental y archivolítica, en la pantalla del celular de la documentada, termina registrado en el cuaderno en un retrato. Pero Lucía Agüero, cuando no produce estos documentos y estos testimonios escritos y visuales, canta: en su música está presente igual el testimonio. Lucía es impulsiva. (Y luego están los largos planos de Hugo Giménez, el documentalista documentado en un documental. Quizá esos largos planos de Giménez constituyan una suerte de ejercicio de restitución. Devolver al campo su imagen).
Como Hugo Giménez, Marcelo Medina también recurre a la cita para contar lo que pasó. Retomando la Grande hazaña! con muertos! (1810-1815), de la serie Los desastres de la Guerra, de Francisco de Goya, presenta un lienzo en pequeño formato en el que cuerpos desmembrados y sometidos a tortura penden de un árbol: el contraste entre los cuerpos y la naturaleza se desvanece, ya que ahora los cadáveres integran sus torsiones. La cita, que además es resignificada por las elecciones cromáticas en la obra de Medina, se completa, a la manera de Goya, con un copete que anuncia el sentido de la mostración: en este caso una interrogante –¿Qué pasó en Curuguaty?–, por lo cual la escena podría constituirse en respuesta: vejámenes y violencia sobre los cuerpos.
Si la imagen aparece, ante uno, incompleta, es quizá porque lo que se juzga como primordial no se ve. Lo que resta es el trabajo de completar las zonas oscuras de la imagen: imaginar. La primera imagen es inestable. Pero, ¿qué imagen no lo es? Acaso las imágenes son siempre incompletas, porque hay espacios o zonas irrepresentables, que resisten a la captura, a pesar de la insistencia. Pero también hay imágenes ausentes. Se supone que la cámara del helicóptero, cuyo grito lo atravesaba todo, habría filmado la masacre; la sirena que penetraba en todo el espacio hundiéndolo en gravedad, filmaba mientras gritaba, registraba el espacio, documentaba todo, pero ninguna de esas imágenes nos ha llegado: solo su huella, ese grito a su vez capturado por la cámara del policía. Hay más imágenes ausentes: los campesinos asesinados después de la masacre habrían sido conocedores de imágenes; imágenes que podrían ser expuestas –¿podrían realmente?– a través de su testimonio; los sobrevivientes han dado el suyo, pero del mismo casi no hay documento. Esas imágenes están ausentes, y existe la sospecha –o la certeza– de que fueron desaparecidas. Cuando se asesina al testigo se suele decir que se produjo una quema de archivo. ¿Cómo decir cuando se quema un archivo?
Los artistas que trabajan a partir de Curuguaty lo hacen, con frecuencia, desde el fragmento y desde la huella: en 2012, Esedele (Sandra Dinnendahl) presentó la instalación 15 de junio de 2012, en la galería Planta Alta de Asunción, consistente en máscaras confeccionadas que representaban los cuerpos de los caídos durante la masacre de Curuguaty, acompañadas de fotografías y audios con testimonios. Carlos Colombino, por su parte, ejecutó dos de sus últimas obras en torno a la masacre de Curuguaty; el artista ya había empleado la silla alegóricamente en múltiples piezas y formatos –desde instalaciones hasta xilopinturas–, en una investigación en torno al mueble y, en particular, en torno al asiento, que ocupó su interés durante toda su vida [1]. En la instalación Curuguaty I, sillas de factura y diseño populares –que Colombino ya había empleado en otras obras como Sólo me queda tu respaldo (2000)– fueron sometidas a una tortura: cortadas, desencajadas, desmembradas y amontonadas; se les prendió fuego, se hizo una hoguera con ellas; se les disparó con un arma. La instalación se presenta como el resultado final de una acción. En estas sillas ejecutadas ya no hay asiento posible: algo se ha transformado de manera tal que dicho cambio es irreversible. Por otra parte, en Curuguaty II, cabezas de maniquíes desmembrados se presentan dispuestas linealmente sobre una mesa estrecha y alargada, cuya superficie es previamente cubierta de brea –material que se emplea como aislante–; estas cabezas son a su vez aprisionadas con cintas de seguridad, como una garantía adicional de que esos remedos de cuerpos humanos, sobre los cuales se ha ejercido violencia, no podrán huir. Ambas obras son, de cierto modo, proféticas: ni la justicia ha encontrado asiento en un caso pensado desde el incendio de su hora, ni los cuerpos de los campesinos han podido moverse del lugar que una taxonomía autoritaria les ha consignado. La violencia ejercida en la obra no cobra forma de venganza, antes bien, casi, de autoflagelación, haciendo énfasis en la herida propia –entendiendo que la herida de Curuguaty es una herida conjunta–, amplificándola para tornarla visible, antes que la cicatrización la borre definitivamente.
La obra de Ángel Yegros dramatiza otro tipo de desarticulación, en este caso de la violencia. Su escultura, que se asemeja de algún modo al árbol de Grande hazaña! con muertos!, de Goya, está confeccionada con armas desechadas de las Fuerzas Armadas de Paraguay; cortadas y soldadas entre sí, describen un anhelo de anulación del terror y de la potencia de muerte de los artefactos. Por otra parte, en general, la obra de Daniel Mallorquín también está marcada por la tortura de los materiales, enfatizada por una investigación de lo ígneo y lo residual. En las dos piezas que Mallorquín elabora a partir de la masacre de Curuguaty, estos expedientes están presentes: en una de ellas (Sin título, 2012), cubre un atado de periódicos con “sangre de artista”, señalando el papel de los medios corporativos de comunicación en la instalación del relato oficial acerca de lo que pasó en Curuguaty; mientras que en la otra (Curuguaty, 2012) quema tierra proveniente de Curuguaty y la dispersa sobre una superficie que luego es expuesta verticalmente, a modo, quizá, de lápida, de huella mortuoria del acontecimiento, que sólo tiene sentido a partir del nombre.
Pensás en el nombre: hay un nombre que se esparce. Hay un espacio cifrado en ese nombre, pero también una fecha. El nombre aparece recortado por diversas incisiones de desconciertos: el nombre del espacio atrapado en una fecha y en un evento, para siempre quizá, en cópula quizá; acontecimiento sobre lugar, fecha sobre acontecimiento. Y el acontecimiento tiene ahora el espesor de un trauma que se basta con el nombre del lugar para exponerse.
Y hasta el momento, la respuesta al trauma se construye tratando de hacer hegemónica la inestabilidad, que signa desde su primera fecha y desde su primera imagen el acontecimiento; para nombrar lo que pasó en Curuguaty hay que hacerlo, irremediablemente, desde la pregunta ¿Qué pasó en Curuguaty? Porque la imagen es inestable y tiene bordes oscuros.
Ahora te parece que el video de la masacre de Curuguaty es una foto de Auschwitz, pese a todo.
Archivo, documento y testimonio
El archivo constituye un corpus organizado como prótesis de la memoria. En ese caso, la naturaleza de los dispositivos que reproducen las imágenes de la misma y los soportes en los cuales estos se archivan, podrían tener alguna significación en su forma de leer la verdad que el documento o el testimonio arrojan. Seguramente, un video proyecta de forma distinta las imágenes de un acontecimiento, captura y reproduce de forma distinta la verdad de un evento o de una fecha: representa de forma distinta y, por lo tanto –dado que apela a un régimen sensorial distinto de la experiencia–, afectaría de modo distinto la propia experiencia artificial del acontecimiento, el recurrir al auxilio de la prótesis para hacer memoria, para imprimir sobre un cuerpo la huella de la fecha, y también su sentido.
Constituir un archivo es también una forma de institucionalizar el recuerdo. Siempre que se articula palabra, siempre que se ejecuta un gesto, la finitud de esa acción es inminente; pero, capturados, la palabra o el gesto, reproducidos en un soporte que les dote de durabilidad y permanencia, es posible recurrir al hogar revisitable del signo, es posible reproducirlo y construir con la repetición de su sentido una hegemonía.
Arnaldo Cristaldo trabaja, de alguna manera, con la repetición del signo, y con su inversión. Apelando a esa franja de oscuridad abierta por la masacre de Curuguaty, Cristaldo realizó, casi inmediatamente, en el acto, dos obras en serie en las que reflexiona sobre el estatuto del signo sometido a una torsión indiferenciadora; signadas a la vez por la opacidad cromática así como por una alteración: en Sombrío (2012), borda sobre ao po’i negro los escudos nacionales de Paraguay con hilo negro: negro sobre negro, el sentido del símbolo se vuelve turbio, casi irreconocible, a través del bordado sobre un lienzo tradicional, que subraya connotaciones de cuidado y pertenencia. En Ipso Facto (2013), se apropia del aspecto de las telas mortuorias que suelen adornar las cruces de los cementerios en Paraguay –con delicados encajes industriales en sus contornos– e imprime sobre las superficies que se repiten los escudos nacionales espejados, insinuando la inversión de un sentido original; dicha inversión es subrayada en el montaje sugerido por el artista: las piezas de la serie se presentan alineadas sobre un muro, y en el ángulo de una esquina, se produce una desviación.
Diego Pusineri también trabaja, en Sello y firma (2016), a partir de los símbolos patrios: con el sello del escudo de Hacienda de la República del Paraguay compone una escena conocida, difundida en fotografía, de dos campesinos de Curuguaty sometidos a la brutalidad policial del Estado paraguayo. Antes que un filtro, la pieza presenta una desnudez que revela en la base de la imagen la pertenencia de esa violencia cuya estructura pareciera evanescerse.
Archivar, en un sentido, ¿es olvidar, consignar la memoria, el registro y el testimonio; en fin, el documento, al lugar-clausura de un resguardo? El archivo es, en todo caso, en doble sentido, un acto de poder: en tanto posibilidad de hacer visible un decir, organiza y presenta un cuerpo de sentidos; en tanto capacidad de hacer o de ejecutar un ocultamiento, puede remitir los sentidos a un espacio inaccesible, perdidos en laberinto, instalando una falta.
Cuando el poder de archivar, en cualquiera de sus sentidos, se hace posible, se inscribe en el cuerpo de la comunidad a la que lo archivado corresponde, al campo semántico en el que este está implicado, una transformación; puesto que la vivencia de la fecha, y todo decir posterior a la fecha y sobre la fecha, ya no podrá ser de la misma manera. Habrá remarcaciones, subrayados y destaques determinados por el archivo. Así se construye el relato de la Historia, aval sobre aval, justificación sobre justificación de cada inflexión argumental con el objeto de construir verdad. Pensás en lo que Jacques Derrida denomina pulsión de archivo, pero en múltiples direcciones. Si lo que en primera instancia motivaría esta forma de inscripción de un registro como prótesis para la anamnesis es el olvido inminente, la finitud de lo testimonial, imaginás un expediente alternativo por medio del cual se produzca en las verdades del acontecimiento un desvío susceptible de instrumentalización: para instalar lo que podemos pensar como una verdad deseable, el poder de la autoridad podría valerse de un montaje archivístico para avalar su relato; para proponer su deseo alternativo de una verdad, un discurso cuyo decir se haga en el margen de la autorización podría producir a su vez desvíos que desestabilicen el poder de palabra y de imagen de la ley.
En su proyecto Héroes de la dependencia (2011-2012), Yuki Yshizuka fusiona villanos de los cómics con nombres de la historia y la política del Paraguay, en un ejercicio desacralizador. Sus intervenciones fueron censuradas en distintas ocasiones (inclusive por la Juventud Comunista del Paraguay, que se reivindica “francista leninista”, y que había borroneado las figuraciones de Gaspar Rodríguez de Francia y Francisco Solano López). Casi inmediatamente después de la masacre de Curuguaty, Yshizuka pintó su Súper Blas: la imagen de Blas N. Riquelme con un carrito de supermercados en el que se transporta el Paraguay. Esta es la intervención de Yshizuka que menos ha durado: ni siquiera 24 horas. Pero quizá las intervenciones más paradigmáticas de todo este proceso sean las ejecutadas por Japiró Colectivo, y que luego de que proliferaran perdieron autoría: en estas intervenciones, la propaganda electoral pintada en distintos muros fue pisada con la pregunta “¿Qué pasó en Curuguaty?”; pregunta que se instaló y que se volvió, por desvío, hegemónica, a la hora de pensar la verdad de estas fechas.
Te parece que no hay prueba alguna. Para contar Curuguaty quizá convenga efectuar, precisamente, desviaciones. La imposibilidad de encontrar justicias en las palabras que el relato oficial propone y que autoafirma con el aval de su archivística ficticia de pruebas que nada prueban –de anexos irrisorios– y con la deliberada omisión de las zonas oscuras del documento –las únicas que resplandecen realmente porque son las únicas capaces de contar, aunque no sean capaces de decir nada– podría justificar un contra-relato.
En Evidencias (2016), Ruth Estigarribia ejecuta una acción frente al Palacio de Justicia en Asunción, durante el juicio a los campesinos acusados por la masacre de Curuguaty. Ironizando acerca de las “evidencias” presentadas por el fiscal acusador Jalil Rachid, insta a través de las redes sociales a que interesados aproximen los elementos presentados por la Fiscalía y los exhibe a la vista de los asistentes y transeúntes en un montaje participativo, tratando de mostrar la insignificancia de objetos que nada demuestran por sí solos, burlando la consistencia y la estabilidad de los documentos que la archivística oficial y autoritaria empleó contra los campesinos acusados.
Evidencias
Acción, performance, instalación y video, mix media, 2016.
En Imágenes pese a todo, Georges Didi-Huberman considera el doble régimen de la imagen en cuatro fotografías de Auschwitz que poco o nada muestran, pero que sin embargo constituyen el único documento fotográfico del exterminio en los campos de concentración nazis. Estas cuatro fotografías son instantáneas del horror que enfrentan al que las mira a una verdad y a una oscuridad: es ahí la hora encendida, pero a través de un velo de oscuridad y el movimiento que desenfoca, desafiando la comprensión tras su cortina borrosa. Ese “doble régimen” supondría un gran “incómodo” para los historiadores.
Se sabe, se supo desde un principio, que detrás de Curuguaty había algo más. Lo que se estaba viendo, y lo que era relatado, no podía ser. Ese vacío fue llenado con imágenes posteriores, y aún así irremisiblemente inmediatas, en lo rojo de la herida; producidas con una urgencia inexcusable.
Para la memoria, el archivo es un dispositivo rígido, pero en función de la memoria el testimonio suele ser considerado inconsistente. Hay un lugar en la memoria que brilla por su ausencia, y es ahí donde interviene el testimonio, ese vértigo lingüístico e imaginario, con su impotencia y su capacidad para completar la imagen y el recuerdo. En el arte, esa posición vacilante es constitutiva e inherente. Así de doble es el régimen de las imágenes: traducidas a una experiencia única, en el montaje se expone un contraste de planos. Entre la (im)potencia y la capacidad trabaja el arte. Hay allí una compleja disposición temporal mediante la cual la violencia arrojada sobre un cuerpo hace que este tome conciencia de una finitud –así es tanto para el testigo que es sobreviviente, como para aquel que en el momento álgido, antes de la desaparición, deja una constancia; así es para el artista que, distante de la cercanía de los fuegos, da cuenta a su vez del espíritu de su tiempo, atestiguando, pese a todo–.
En los documentales Detrás de Curuguaty (2013) –dirigido por Daniela Candia–, y en Desmontando Curuguaty (2015) –dirigido por Osvaldo Ortiz Faiman [2]–, se registran los testimonios de los sobrevivientes, de los parientes de los mismos y los de los fallecidos, acerca de lo que pasó en esa fecha; también los discursos de peritos que dicen una verdad que parece excluida en el relato oficial. En su libro La masacre de Curuguaty. Golpe sicario en Paraguay (2013), el periodista Julio Benegas hace lo mismo, reproduce bajo la forma de una crónica novelada los testimonios y los resultados de una investigación que realizó. Aunque en primera instancia ambos registros tienen una intención divulgadora, ingresamos a esas verdades sobre Curuguaty a partir de una forma: una sensibilidad y una estética propias del discurso narrativo y oral.
Existe una tradición teórica que ha vinculado la inscripción del trauma en el cuerpo de un sujeto, pero también en un cuerpo social, con la noción de duelo. El duelo sería indispensable como ejercicio, acaso terapéutico, para dimensionar el trauma pero sobre todo para resolverlo discursivamente y permitir que forme parte de lo que llamamos una memoria. Así, lo indispensable para esta inscripción del acontecimiento traumático en la memoria –digamos, la fijación de aquello que es susceptible de transformación a discurso, impresión e inserción en un archivo–, de manera que se haya resuelto de alguna forma la violencia que arrojó sobre los cuerpos, la herida que dejó de ellos, y se extienda en el tiempo como marca, son los ejercicios nemotécnicos que, en direcciones opuestas pero movidas por una misma fuerza, van del recuerdo al olvido. La herida puede dejar una cicatriz visible o una huella apenas perceptible; pero ni la persistencia de la marca, ni su supresión, significan una superación eficiente del dolor: para ello es necesario que medie un duelo, una medida concreta de dolor que posibilite una toma de conciencia sobre el daño obrado. El dolor debe tomar cuerpo.
En el caso Curuguaty, el habeas corpus es una acción que ha sido negada, pero en múltiples direcciones. Si hasta el momento no han existido garantías para un juicio justo a los acusados por la masacre de Curuguaty (que han sido, nótese, solamente los campesinos y no los policías), sí en términos jurídicos la tutela por los derechos fundamentales de los acusados (hoy ya condenados) no está garantizada y se les ha privado de la libertad sobre sus propios cuerpos con la acción del habeas corpus, la fábrica de justicias también le ha negado el habeas corpus al acontecimiento, que, carente de cuerpo, vaga espectral asombrándonos, moviéndose sin parar porque no se sabe quién ni dónde.
Nos enfrentamos a una fecha de negaciones, de supresiones y prepotencias del no-saber. El no-saber en Curuguaty corre, también, en direcciones múltiples. La ausencia de imágenes testificales que puedan pasar por el filtro de validación de la fábrica de justicia, pero que también posibiliten la inscripción de una verdad acerca de qué pasó, y la falta de imágenes documentales que sirvan como prueba, no solo para la Justicia sino también para el cuerpo social, han arrojado el caso Curuguaty a un territorio de contingencias: es por eso que Curuguaty no es lo que pasó, y sí ¿Qué pasó en Curuguaty? La única respuesta posible frente a las hegemonías, múltiples estas, del no-saber es una pregunta.
Para saber ¿Qué pasó en Curuguaty?, primero hay que imaginar. Lo decible de Curuguaty hoy tiene vedado su paso por el filtro de las categorías que el viciado sistema jurídico y el devenir político y económico de Paraguay han impuesto como única condición posible para la justicia: está más allá del espectro visible por esta epistemología dominante del saber, mucho más allá de su capacidad de traducción, porque revelar lo que pasó es exponer la entraña misma de lo que ha posibilitado su persistencia autoritaria: si se supiera realmente lo que pasó –y lo que pasó va más allá del enfrentamiento y de la muerte de campesinos y policías–, ¿sería tal la indignación que supondría un quiebre en esta distribución y ordenamiento de los espacios y las funciones, las jerarquías y las oposiciones? ¿Qué supondría revelar el meollo de la herida? ¿El fin de la in/justicia?
No está demás decir que lo injurioso de un ejercicio como el artístico podría encontrarse, por ejemplo, en el no respeto de la distancia mínima de tiempo; pero quizá convenga sugerir que las distancias no se encuentran solamente en la inmediatez, y que los oportunismos y el morbo pueden fijar residencia en una distancia larga, sin que por eso su mediación sea la cercanía extrema, la exposición en inminencia violadora. A veces, las distancias son otras. Puede ocurrir que el acontecimiento sea de tal forma traumático, que conmueva a toda una comunidad de hablantes y exija una inscripción, aunque sea lapidaria, aunque sea bajo la sombra de la distancia formal del arte, aunque sea desde las formas desarticuladas y oblicuas, porque nos hemos quedado sin palabras.
Bibliografía y referencias
- Derrida, J. (1997). Mal de archivo: Una impresión freudiana. Paco Vidarte (trad.). Madrid: Trotta.
- Didi-Huberman, G. (2004). Imágenes pese a todo: Memoria visual del Holocausto. Mariana Miracle (trad.). Barcelona: Paidós.Foucault, M. (1978).
- Las meninas En: Las palabras y las cosas. Elsa Cecilia Frost (trad.). Madrid: Siglo XXI.
Notas
- [1] No es de extrañar que esta investigación le haya conducido a fundar el Museo del Mueble Paraguayo en Areguá.
- [2] Ambos documentales pertenecen al Servicio de Paz y Justicia de Paraguay (Serpaj-PY).
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